No me extraña que el nuevo presidente de la Región de Murcia esté tan interesado en suprimir el Impuesto de Sucesiones. Declarado a sí mismo como hijo putativo del anterior, no es ninguna broma asumir, como heredero, la apabullante deuda de la Comunidad de Murcia, a la cabeza de la lista de los morosos del, afortunadamente, simpar Cristóbal Montoro. Líderes en déficit aunque la inversión o los gastos brillen por su ausencia. Esto es, en un triple mortal hacia atrás y sin manos, los recortes no solo nos provocan terror sino que, además, no logran reducir los, con perdón, números rojos por muchos equilibrios que se hagan. Además de apaleados, cornudos. Desde el 2008, la pobre Murcia ha pasado de una deuda que representaba el 2,68 del PIB a una que ya se come el 29%. Ni los hijos ni el amigo viudo de la Duquesa de Alba pagaron tantas Sucesiones como corre el peligro de soltar el nuevo inquilino de San Esteban. El hombre, que da la impresión de que nunca podrá estar solo ante el peligro, no sólo quiere aniquilar la tasa sobre las herencias sino que, ya que estamos, ha prometido rebajar todos los impuestos. Trump se nos ha adelantado esta semana decretando la mayor rebaja fiscal para las grandes fortunas y empresas en Estados Unidos, pero nosotros estamos dispuestos también a condonar su contribución tanto en vida como después de muertos. Al fin y al cabo, a quién le interesa que Murcia sea una de las regiones con mayor desigualdad y pobreza o que sufra el deterioro de sus servicios públicos sanitarios, educativos y de atención social. Reducir impuestos es verdad que nos ayuda a marchar antes a la otra vida, pero también convierte cualquier discurso en un testamento y toda persona tiene derecho al lucimiento. Si lo que nos espera es menos redistribución pública de la riqueza, que es el deber fiscal de cualquier administración que sirve al conjunto en vez de a una élite, vamos a tener muy difícil salir del hoyo. Eso sí, siempre habrá plañideros para glosar la ingesta de esos pocos.