Al último premio Cervantes parece que hubiera venido pidiendo perdón. La exaltación del humor como característica literaria de Mendoza es un poco engañosa, porque sus obras no dejan de ser Literatura por el hecho de que el ingenio rezume sus páginas como la humedad se esparce por la huerta en el otoño. Y si el protagonista de algunas de sus novelas resulta ser un loco de atar, será que miró en el espejo de Cervantes antes de emborronar papeles con historias hilarantes.

No es más cuerdo don Quijote porque tenga más lectores que lo hayan tomado en serio. Si sus contemporáneos se desternillaban, ningún autor tuvo la osadía de volver a escribir novelas de caballerías. La obra de Cervantes es una suerte de sala de los espejos en la que los lectores se vislumbran a través de los destellos de la armadura de un viejo caballero andante nacido a destiempo de las grandes gestas. Hoy, que pueblos y campos se disputan el domicilio del Quijote, el espejo nos devuelve la imagen de una España profunda, rural, inculta y atrasada. ¿Acaso es distinta la España de hoy? Cabría pensar si el innombrable lugar de La Mancha pudiera estar en cualquiera de los cuatro puntos cardinales de este país que, entre charanga y pandereta, no es más que un reflejo en el espejo del tiempo.

Los taberneros han ascendido de clase social y se ofrecen en programas televisivos a una caterva de ignaros aprendices que, en tan febriles como tramposas disputas, presentan manjares que jamás paladeará el inexperto espectador. Los venteros organizan rutas por las que don Quijote anduvo más lisiado que venturoso. ¡Qué decir de los gigantes! Siguen apareciendo con forma de molinos del dios Eolo, o de inmensas huertos consagrados a Helios, a quienes tributamos sustanciosas dádivas cada vez que prendemos una candela. La Santa Hermandad sigue vigilando los caminos, pero ya no necesita llevar a los galeotes cargados de cadenas, pues con una simple y virtual bola de cristal sabe de nuestros pasos por los móviles aparatos que portamos en nuestra bolsa cual ánima incorpórea. Y los modernos Mambrino y Fierabrás nos encantan con asombrosos hechizos que nos tendrán hipotecados de por vida; mas cuando osemos reclamar nuestra alma, nos enseñarán el contrato que signamos con nuestra sangre para dejarnos sin casa y sin calzas. Los modernos duques nos engatusan con el gobierno de la ínsula Barataria; nos convencen para elegir a Sancho Panza como gobernador en unas elecciones libres, mas es un burdo engaño para que montemos con los ojos vendados a lomos de Clavileño, el caballo de madera con el que creemos surcar los aires para desfacer entuertos, entre petardos y fuelles que nos hacen soñar en la victoriosa democracia. Si al menos tuviéramos el consuelo de una princesa Dulcinea, mas sólo el desdén alcanzamos de una Aldonza Lorenzo que nos amenaza con denunciarnos por acoso y violencia de no sé qué género.

También en el Quijote vemos la mano temblorosa de un autor al final de sus días, desilusionado de tantas pasiones e ideales que forjara en su juventud. El lector de Cervantes mira en el protagonista el espejo de sus propios valores, mortecinamente iluminados por una lucerna, confrontados con una realidad que nos los escatima. Hay en Cervantes, como en algunos pasajes de Mendoza, una sutil ironía que destila aquel que puede reírse de sí mismo, entre cierto regusto amargo de tiempo perdido. Más que recurso vital o impulso creativo, su parsimoniosa mirada contempla el mundo que debió haber sido y constata la selva en que se pervirtió.

Mendoza alterna miradas de distinto humor. Después de La verdad sobre el caso Savolta, nos sorprende con un detective salido del manicomio, esperpéntico investigador que, a falta de un sombrero deerstalker a lo Sherlock Holmes, viste con una camiseta de tirantes de lo más carpetovetónico. No digamos el extraterrestre que se hace corpóreo en plena Diagonal de Barcelona y en hora punta para buscar a su compañero Gurb. Pero cuando escribe novelas ´serias´, una sutil ironía parece expandirse con ese punto de tristeza y desasosiego que sonara cual arabesco de Debussy.

La ciudad de los prodigios en el incipiente surgimiento del séptimo arte, contemplaba en la gran pantalla a una heroína muda y con cara de pez. Barcelona es hoy un acuario multicolor donde la mudez se ha transmutado en lengua de Babel, incapaz de levantar una torre, porque su mayor proeza es pura deconstrucción; hoy vuelven a plantar la estaca de un irreconocible Lluís Llach. ¡Qué decir del Madrid de preguerra! El título dice mucho del argumento de su novela: Riña de gatos. Acaso se parezca al matritense siglo XXI donde disputan los podemitas de Carmena y escandalizados peperos, entre corrupciones increíbles e infamias divergentes.

El espejo de Cervantes donde se refleja la riqueza de una lengua expandida por cinco continentes, nos enfrenta a otra parca y escasa, plagada de eufemismos hueros de significado, como si fuera una madre maltratada, lacerada por tantos malcriadores. Unos buscan no sé qué visibilidad y otros la cargan de cadenas pretendiendo gobernarla a golpe de decreto.

Sigamos leyendo a Mendoza, como a Marsé, ilustres catalanes que engrandecen la lengua española como Cervantes nos la entregara, plagada de fina ironía y sutil sentido del humor, porque sólo la sonrisa nos puede salvar,