Y nada quedó de él. Apenas la memoria. Mis recuerdos que un día también desaparecerán. Las imágenes que recorren mi mente y en las que caminamos por Lisboa a las dos de la tarde, en las callejuelas vacías cercanas a la Plaza del Comercio, sobre las calles de mosaico, junto a los azulejos multicolores cuya visión nos hace perdemos hasta que un señor amable y pequeño, como amables y pequeños son todos los señores portugueses, nos rescata, nos indica el camino.

Me duele escribir lo que no es un homenaje, no un recuerdo, no una despedida, ni siquiera una triste elegía, sino apenas el intento de agradecer lo que de él aprendí, la devoción por la belleza, el placer y el tormento que causa la soledad, la elegancia necesaria para comer con tanto gusto como normalidad ostras en una brasserie de Toulouse, escuchar que Carlos Gardel se llamaba Charles, sentir el frio helador del Garona, saber que ese viaje te puede costar un empleo e importarte bien poco.

Quedar huérfano de padre demasiado pronto tiene estas cosas. Buscas amigos que sustituyan al que se fue. Encuentras varios. Sabes que los perderás a todos. Tal vez mi buen francés fuera el más parecido a mí. O tal vez yo quisiera ser como él. Quizá envidiara su capacidad para levantarse de esa mesa y bailar con aquellas alegres rumanas en la primaveral Isla Ovidiu en Mamaia, junto al delta del Danubio. Quizá encontrara fascinante que, solitario y casi misántropo, fuera capaz de ser sinceramente educado, amable y cariñoso con todos aquellos que le salían al paso. Quizá, como a todos, me atraía su cultura y su mundo. Un ser sonriente, de barba y cabellos blancos, capaz de conocer los distintos países de Europa, sus pueblos, artistas e historias, mejor que sus propios habitantes.

A veces es sólo el aura. Esa bruma inaprensible que hace que un grupo de ancianos de los Cárpatos decida llevarte con ellos a una lectura de poesía privada en la que se toca la guitarra y se ofrecen licor y dulces locales. O que en una playa española se beba champagne bajo las estrellas celebrando un éxito profesional, como si fueran necesarios éxitos para beber champagne sobre la arena templada. A veces no es nada, pero siempre está ahí. Lo que hace que todos estén cómodos a tu lado. Que nadie se sienta extraño. Que acabes de llegar y fuera como si nunca hubieras dejado de estar.

Y, sin embargo, la soledad. La omnipresente soledad que te lleva a viajar solo. A ofrecer tu hermosa casa de Córcega junto a las transparentes aguas de Calví, mientras tú recorres Italia sin más compañía que la de los viejos amigos que esperas ir encontrando en el camino. Descubrirse en un monasterio de las montañas catalanas. Escuchar el silencio en el pico más alto. Despeinarte cuando el viento te muestra una caída de mil metros. Hacer mil fotos y en ninguna representarte a ti mismo. La soledad que duele, que hiere, que mata. La soledad de la que no pueden escapar las almas sensibles, los espíritus dulces, los que viven y mueren esclavos de su libertad y del dolor que ésta conlleva.

Aquel día nos citamos frente a un diminuto cuadro de Velázquez perdido en los pasillos de El Prado. Vistas de la Villa Medici. Minúsculo lienzo ignorado por la mayoría de los que pasan a su lado. Apenas conocido por aquellos que de verdad aman la pintura. Tras encontrarnos en el Barrio de las Letras con Blanca y sus hijos, y que uno te tomara por Papa Noel, esa tarde viví una de las escenas más perfectas que soy capaz de recordar: el atardecer recortado contra la escultura de El Ángel Caído del parque de El Retiro. ¿Recuerdas aquella noche en la Alhambra con el hada de las nieves? ¿El viaje a la islita de broma con la que había de ser?? El último día en Valencia.

Pero al final todo se acabó. Tantas mujeres, de todas las edades, a las que vi caer a los pies de un hombre que las fascinaba con el frio encanto de quien no las necesita, pues amar es el mejor camino a no ser amado y la cortés indiferencia el único medio para que las almas vacías te adoren. Pobres necios, si supieran que es la más perfecta desesperación, el más terrible vacío, lo que lleva a la paz que ellos toman por plenitud.

Una noche, cenando contigo y con aquella que también se fue, reímos mientras ella, gran solterona, me decía que me casara, que el matrimonio da la felicidad, mientras tú te escandalizabas y me suplicabas que ni se me ocurriera, que tú lo habías hecho dos veces y en una de ellas la relación duró tanto como dura una luna de miel en un velero navegando por el Caribe.

Nunca creí que murieras joven. Pues joven eras aún. Te amenacé varias veces con llegar a viejo arruinado por tu atroz tren de vida. De hotel en hotel, de restaurante en restaurante, de ciudad en ciudad como si huyeras de una vida de la que sé que huías, pues, en ocasiones, cuando de verdad se toma conciencia de uno, no queda otra que escapar. Absurda y ridícula vida. Ni tan siquiera triste. El acordeón de un tango amargo. Un muelle roto.

Hasta que te vi por última vez, apenas unas horas, tras recorrer media España para decirte adiós. Te despediste de mí diciéndome nos veremos en el Infierno. Seguro que así será. Pues los grandes pecadores, aquellos que cometieron el peor de todos los pecados, el ansia enloquecida de libertad, sólo tienen un destino: arder en el fuego eterno. Allí nos veremos, amigo mío.