Siempre llego a la habitación con las medias rotas. Le gusta que lleve vestido y el mismo calzado, los botines negros, su primer regalo. Diez años han pasado ya. Fingimos que no nos conocemos. Usamos nombres diferentes en cada ocasión, nombres históricos que las recepcionistas parecen no haber escuchado en su vida, a la vista de la cara de póker con la que los anotan o igual ya están de vuelta de todo.

Unas veces me aborda en el parking, otras en la cafetería, otras en el baño, otras en la propia habitación.

No hay citas programadas ni tiempos preestablecidos. Una simple llamada es la clave:

-Parece que va a llover -me dice.

-¿Dónde? -respondo yo y ya puedo sentir la humedad.

Una dirección, una fecha y una hora. Yo siempre puedo, pueda o no. Jamás hemos cancelado un encuentro.

Un hotel de cuatro estrellas en esta ocasión. Meto el coche en el garaje, uno de esos aparcamientos subterráneos comunicado directamente con la habitación. Aparco, los pies tiemblan sobre los pedales y me sujeto con fuerza a la palanca de cambio tratando de mantener la calma. No lo he visto, pero sé que anda cerca. Casi puedo sentir su olor, a mí no me gusta que use perfume, me gusta cómo huele a deseo.

Me retoco los labios usando el espejo de la visera del asiento del conductor y noto cómo la puerta se abre violentamente. Me tapa la boca con su mano, arruinando el reciente maquillaje:

-Eso no le va a hacer falta, señorita. Pase al asiento de atrás.

Me saca en volandas. Ahogo la risa y las ganas de besarlo y me dejo llevar a la parte trasera del coche. Me tapa la boca todo el tiempo y me muerde el cuello.

-Por favor, no me deje marcas, mi marido es muy celoso -mis palabras deformadas se cuelan entre sus dedos.

-Shhh... Compórtese, que esto es un atraco y no meta a su marido en medio.

Los dos sabemos lo que va a pasar, incluso puede que pase varias veces antes de subir hasta la habitación.

-Estas medias, fuera. No pueden llegar enteras a la habitación, trae mala suerte.

Libera por primera vez mi boca, pero la tapa de nuevo con sus labios. Me raspa con su barba. Eso a mí me encanta. Sus manos se mueven entre mis piernas desgarrando fácilmente el delicado tejido de las medias. Noto sus dedos calientes sobre mis muslos, deja de besarme para humedecérselos y los vuelve a llevar más abajo de mi ombligo.

-El primero, pierde -me susurra en el cuello. Y yo sé que si sigue tocándome así, no voy a tardar mucho en perder. El cabronazo parece conocerme mejor que yo, así que contraataco.

-Tú no mandas -le digo con descaro.

Me zafo de sus caricias, le hago que ocupe el asiento y me subo sobre él. De las medias hace tiempo que no se sabe nada. Lo beso sin dejar de mirarle a los ojos, arriba y abajo, me propongo firmemente hacerle perder la apuesta. ¡Qué guapo está! ¡Qué gua po es tá! Nos amamos como dos extraños, como viejos conocidos, como locos, como animales, siempre es la primera vez, cada vez. Finalmente, perdemos o ganamos los dos a un tiempo.

-Subamos a la habitación, que habrá que amortizarla -le invito.

Nos comemos por las escaleras. No conseguimos subir dos peldaños sin interrupciones. Me agarra del pelo. Le desabrocho la camisa. Seguimos subiendo. El calentamiento global es palpable y siento que más no lo puedo querer.

Llegamos con urgencia renovada hasta la 510. Pierdo una vez en la ducha. Pierdo de nuevo en el sillón, pero sobre la cama obtengo tres victorias consecutivas.

Estamos rotos y felices. Nos duchamos, esta vez por separado.

Saca una botella de agua y una cerveza del minibar, aún desnudo.

-Eso sí que es un atraco -bromeo señalando las bebidas.

-Nos vengaremos, me llevaré el gel y el champú a casa.

-Por el amor de Dios, ni se te ocurra. Ya no nos caben más en el armarito del baño.

-¿Con quién has dejado a los niños?

-Con tus padres. Cada vez me avisas con menos tiempo y no he podido localizar a la canguro.

-Es que, al final, hemos pegado un buen pelotazo con los clientes de Las Rozas y no se me ha ocurrido mejor forma de celebrarlo que secuestrando a mi mujercita. ¿Te parece bien?

-Me parece perfecto. ¿Sabes que te quiero?

-¿Sí? Pues entonces pagas tú.

Nos reímos los dos, felices y exhaustos, como unos auténticos idiotas.