Conocí al juez Eloy Velasco cuando yo acababa de quitarme el casco de las obras de la Biblioteca Valenciana y él se lo tenía que poner para comenzar las obras de la Ciudad de la Justicia. Así que la BV era el lugar preferido para reuniones importantes de la Dirección General de Justicia que él llevaba. Curiosamente, también conocí allí a la juez Manuela Carmena, cuando formaba parte del Consejo General del Poder Judicial. Cuando la legislatura del 2003 llegaba a su final, coincidimos en la impresionante escalera imperial del monasterio de San Miguel de los Reyes. Allí, el uno sobre un peldaño y el otro dos peldaños más abajo, ya para irnos, nos preguntamos por lo que íbamos a hacer ante la expectativa de que en un par de semanas llegaba Francisco Camps. Me confesó que volvía a la judicatura. No veía la posibilidad de seguir en la Generalitat. Me confesó las horas que había dedicado para sacar adelante la Ciudad de la Justicia y las dificultades que había superado en el proceso. Ahora no había sino que volver cada uno a su sitio.

Desde entonces, sigo su trayectoria con mucha atención, siempre confirmando la idea que me hice de él en aquel entonces, la de un hombre rocoso, mentalmente fuerte, íntegro y dedicado a su trabajo con la fuerza de una genuina convicción. Jamás fue hombre de partido y había aceptado el cargo porque era un reto y por sentido de servicio público. No lo vi ni achicado ni herido ante la situación futura. Sencillamente, se había acabado una etapa. Su sentido de la libertad se conservaba intacto. Por supuesto, yo compartía sus percepciones acerca del sectarismo de lo que iba a venir. Así que nos despedimos con la convicción de que habíamos compartido cierto destino. Trabajar para las instituciones sin esperar nada a cambio.

Esta semana, con íntima satisfacción, y mientras conocíamos con la adecuada perspectiva la organización criminal que el expresidente madrileño Ignacio González había fundado y nos asombrábamos de que hubiera buscado protección en el Ministerio del Interior ante el chivatazo de lo que se avecinaba, he tenido la oportunidad de leer su entrevista en El Mundo, donde lo más interesante es su capacidad para distinguir entre su sentido teórico de la profesión y su trabajo concreto al frente de su juzgado. Esto nos sugiere que su trabajo está fundamentado teóricamente y que está en condiciones de justificar y legitimar sus actuaciones. En realidad, todo parte de un libro que ha editado junto con su esposa, también jurista. Nada que ver con la historia de otros colegas mediáticos, que mezclan sus casos famosos con sus publicaciones. No. El título del libro lo dice todo: Cuestiones prácticas sobre responsabilidad penal de la persona jurídica y Compliance. Sospecho que no va a ser un best-seller. Cuando se le pregunta por la corrupción, él dice que prefiere hablar de hasta dónde llegan las responsabilidades penales de las corporaciones, incluidos los partidos políticos. Él propone que pueden llegar a la disolución.

Él desde luego no lo dice, pero lo sugiere. Cuando sucede como en el partido de González en Madrid, que vincula una espesa red de presuntos criminales, ¿qué podría suceder más justo que la disolución de la corporación, si se llegara a la sentencia firme condenatoria? Por supuesto, esto es mucho más de lo que ha solicitado Podemos respecto del Gobierno del PP de Madrid. Pero lo más importante es que el juez Velasco tiene plena convicción de que su trabajo tiene una clara dimensión política. A fin de cuentas, es un poder del Estado. Y como todo poder, viene del pueblo. «Los jueces tenemos que interpretar la ley conforme al pueblo», ha dicho. E incluso ha ido más allá: «Somos gente del pueblo». Es emocionante oír hablar así a un representante de un poder del Estado, y produce tristeza comprobar que sus condiciones laborales se parecen a las propias de cualquier becario. Es vergonzoso obligar a trabajar a los jueces en estas condiciones, y no habrá forma de tomarse en serio la lucha contra la corrupción sin que esto cambie.

Naturalmente, el proceso del caso Lezo es una écfrasis de las imágenes del autobús de la trama y ha venido a dar un nuevo significado a una acción que parecía diseñada para este contexto y que sin él parecía algo a destiempo. Pero quizá debamos preguntarnos por los dividendos políticos de estas campañas y operaciones. Por mucho que sea emocionante ver a los jueces defendernos de piratas como González y compañía, su traducción política es problemática. Claro que muchos ciudadanos se alegran de que ciertos sujetos estén en la cárcel. Pero esto ya no moviliza políticamente. Un poder del Estado no va a mejorar el destino de otro con sus actuaciones. En realidad, eso es alentador porque profundiza la división de poderes. Produce en los jueces la convicción de que pueden actuar con plena libertad de conciencia, porque incluso en las actuaciones más connotadas no influyen en el destino político del país. La lucha política no se puede dar en la Audiencia Nacional. Los políticos no pueden llevarse los beneficios de las acciones de los jueces.

En este sentido, Mariano Rajoy ha mostrado su astucia política al elaborar el argumento de la «normalidad» para su declaración como testigo en la trama Gürtel. Y en cierto modo, esa es la sensación. Somos un país normal porque los jueces meten en la cárcel a los corruptos, aunque desde luego tengamos demasiados corruptos. Pero la política es otra cosa, y la razón que hace que la gente se ponga en la filas de una formación política no es que esta diga lo que ya dicen mejor los jueces, sino proponer ideas políticas reales, capaces de ser llevadas a la práctica. No hablo de propuestas realistas, pues no es cuestión de realismo. Se trata de tener propuestas alternativas al estado de cosas vigente y mostrar el curso de actuación que puede llevar a realizarlas. Por eso Rajoy expresa su satisfacción al comprobar la «normalidad». Pues normal es la realidad que no se contrasta con otra posibilidad.

Y que no haya otra posibilidad es responsabilidad de los políticos. La política española y la europea se han vuelto mucho más complejas de lo que muchos políticos piensan y en ella se ha instalado el espíritu de las distinciones. Ni siquiera en los sistemas presidencialistas, como Francia, se genera convergencia de voto directo inicial más allá del 25 % del sufragio. Los perros carroñeros del terror, sirvan a la potencia que sirvan, no han turbado el juicio de los franceses y no han logrado amedrentarlos para transportar sus votos a la parva de Marine Le Pen. Claro que todavía debemos a la irrupción de Jean Luc Mélenchon que el Frente Nacional no haya mejorado sus resultados. El espíritu de las distinciones es desde luego bastante racional, pero no tiene por qué ser opuesto al espíritu de las emociones. Al contrario, lo sirve tanto como lo determina. Esto va a hacer de la conquista de votos un asunto arduo y complicado, y los partidos deberán prepararse para ello.

Quien desee conquistar la hegemonía para cambiar las cosas puede esperar sentado. Hegemónico será aquél que esté en condiciones de llevar adelante acciones hegemónicas, y estas las impulsarán aquéllos que estén en condiciones de hacer dos cosas a la vez: plantear los conflictos adecuados, y alcanzar denominadores comunes suficientes para resolverlos. Este será el sentido adecuado de hegemonía en el futuro. Y nadie debe llamarse a engaño. Lo que pasará dentro de dos domingos en Francia no dependerá de otra cosa que de los pactos que se hagan entre Emmanuel Macron y Mélenchon. No habrá frente anti-Le Pen automático, ni trasvase de votos inmediato. Habrá pactos capaces de alienar líderes y electorados. Esto es: habrá política y espíritu de las distinciones.