Hace algunos años, de un tiempo que hoy me parece demasiado lejano, quienes éramos jóvenes en los estertores del franquismo, mirábamos a Francia a través de ese cristal de colores (azul, blanco, rojo) que pone en nuestros ojos tanto la ideología como la ilusión. Francia no solo era una república sino también tierra de acogida, patria de la libertad. En contraste con el campo de concentración que era España, resultaba, más que un sueño, una tentación irresistible y Franco, nuestro dictador, tal vez sin ser consciente, alimentaba esa atracción hacía el país vecino, ya que, seguramente por alejarnos de Inglaterra, a la que extraoficialmente se hacía referencia como a 'la pérfida Albión', el francés era el único idioma que aprendíamos en el bachillerato.

Nos conquistaban las canciones de Françoise Hardy, Michel Polnareff o Christophe, escuchábamos con devoción a Brel, Moustaki, Gainsbourg, Brassens, Barbara o a Boris Vian, al que, además, leíamos después de nuestras escapadas a París. Nos apasionaba el cine de Truffaut y de la nouvelle vague y nos dejamos influenciar, sucesivamente, por el existencialismo y por el estructuralismo. Sartre, Simone de Beauvoir, Foucault y Lévi-Strauss eran, para nosotros, los nuevos evangelistas. Nunca pensamos en Pétain.

Es cierto que las cosas han cambiado. La realidad cambia a más velocidad que el pensamiento, a más velocidad que nuestra capacidad para asimilarla y analizarla. Francia ya no es un punto de referencia. Ya no hay puntos de referencia. La ciudadanía, allí, aquí y en todas partes vive inmersa en el desconcierto propio del final de una era. Por un lado, el estado social que sucedió a la Segunda Guerra, ha sido sustituido por la globalización neoliberal que ha traído paro, desigualdad y precariedad; por otro, la amenaza, también global, del terrorismo genera inseguridad a la vez que degenera en un recorte de libertades y derechos civiles.

En esta constelación desastrosa y puesto que el sistema está roto, a nadie debería extrañar la aparente crisis de los partidos políticos tradicionales y el auge de nuevos movimientos radicales y antisistema de ultraderecha o ultraizquierda. En este marco, explicar el fenómeno Marine Le Pen como una novedad, implica olvidar, una vez más, que dicho fenómeno es, con nuevos ingredientes, el fenómeno Pétain y que Jean-Marie Le Pen pasó a la segunda vuelta, por encima de Lionel Jospin, en las elecciones de 2002. Entonces funcionó un 'pacto republicano' que, previsiblemente, volverá a funcionar para evitar el triunfo del Front National. La confianza en que Macron, con el voto de republicanos y socialistas, ganará a Le Pen en la segunda vuelta es general, sin embargo, la experiencia reciente nos aconseja ser prudentes.

La primera vuelta nos ha dejado más dudas que evidencias. En primer lugar, no conviene dejarse llevar por las apariencias ni sacar la conclusión precipitada de que ha habido un desplazamiento de los partidos tradicionales en favor de los movimientos más radicales o más novedosos. Esto se comprobará en las elecciones legislativas de junio. Lo que parece incuestionable es que, en esta ocasión, los franceses han votado a los individuos, a las personas más que a los partidos, empezando por el hecho de que el ganador de esta primera vuelta carece de partido.

En segundo lugar, el hundimiento del PS en voto se ha producido por descomposición del proyecto socialdemócrata. Una parte del voto socialista, el de un centro inclinado hacia la derecha, ha ido a Macrón, social liberal o socialdemócrata, exministro y continuador del proyecto Hollande; otra parte del voto, el de izquierda socialista, ha ido a Mélenchon (nuestro murciano en París) que hasta 2008 formó parte de la élite del PS, donde ocupó diversos altos cargos; una minoría se ha mantenido fiel al candidato Hamon, por ser el oficial, que ha querido representar a una izquierda ya imposible dentro del PS.

Por lo que se trasluce y en contra de lo que ha afirmado Macron, no parece que haya una sola Francia unida, sino varias que están enfrentadas. Lo que ocurre es que él expresa una pretensión que, en las circunstancias actuales, es una entelequia, la de aglutinar a casi a todas, reuniéndolas en una democracia liberal, con lo bueno de la izquierda y lo bueno de la derecha y ofreciéndose como una alternativa, a la vez, novedosa y obediente al sistema.

Vive la République!