No confieso que ante el tsunami de corrupción que reventó la semana pasada en la sociedad española he tenido sensaciones de desbordamiento, de mareo». La simbología que acabo de emplear nos lleva a una misma raíz: la del mar. La de haber naufragado en un océano de mierda, sin islas, ni un mal madero (algún picoleto de la UCO como mucho) a la vista. Y es verdad que quienes juntamos letras en los periódicos (y que, perdonadme que saque pecho, merecemos el nombre de periodista más que esos que se dedican a extorsionar con campañas de descrédito a enemigos políticos, o que quienes mejoran a sueldo la reputación en redes de tal o cual expresidente corrupto), llevamos estos días unas cuantas lipotimias encima, al tener que escoger una sola cloaca que denunciar por vez. La ola hace difícil encontrar algo a que agarrarse. Ahí va un modesto salvavidas, por si os pilla a la mano:

Una misma semana nos deja la citación del mismísimo presidente del Gobierno ante el juez de la Gürtel, la declaración ante esa misma sala de la expresidenta Aguirre (que denuncia en ella,implícitamente, al primero) y el estallido de la Operación Lezo, con numerosas detenciones. Al hilo de esta última investigación, además, se hacen públicas repugnantes grabaciones policiales, que salpican a prácticamente todas las instituciones de nuestra democracia: el partido del Gobierno y su patente financiación irregular; las mordidas de un buen número de sus dirigentes; algunos grandes empresarios, beneficiados con suculentos contratos; grupos de medios especializados en coacción; el urbanismo y los servicios públicos, devenidos botines para el enriquecimiento personal de unos cuantos saqueadores; la fiscalía general del Estado, sorprendida protegiendo bochornosamente a políticos corruptos, y la monarquía, por fin, visto el apoyo expreso del rey y la reina a uno de los delincuentes recién detenidos. Un fantástico guión, una oportunidad de oro para rodar un The Wire a la española y reventar las audiencias con una serie producida por, pongamos, Antena 3. Esto es, si Atresmedia no fuese una manzana podrida más de esa misma trama, claro.

Ante este vértigo bananero, que señala directamente a un presidente que estaba informado de los tejemanejes del PP de Madrid, desde el partido de Gobierno no han tenido a bien cesar o invitar a dimitir a absolutamente nadie. Lo que nos responden, aunque parezca inverosímil, son dos argumentos: que el PP garantiza la lucha contra la corrupción (aunque los sumarios nos digan exactamente lo contrario); y que los casos de latrocinio (menos mal que esta vez no se han atrevido a entonar el «han metido la pata pero no la mano», ese gran clásico) son, estadísticamente, escasos en su partido: una, valga el oxímoron, anomalía normal. Y que en todas partes cuecen tsunamis. Y que circulen, que no hay nada que ver.

Ante esa política de tierra quemada, ese pegarle fuego a las columnas morales de una democracia moderna para seguir protegiendo a sus soldaditos, podemos hacer dos cosas: o refugiarnos en metáforas marinas ('caso aislado', si lo pensáis, lo es), instalándonos en la resignación del anegamiento y la disolución, o bien seguir señalando, nombrando. A quienes se lo llevaron crudo, claro, pero también a quienes los ampararon. A quienes tenían la obligación de denunciarlos pero miraron hacia otro lado. A quienes se prestaron a operaciones, cada vez más asquerosas, de encubrimiento. Con sus nombres, con sus apellidos. Son sus puntos débiles. Parecen muy fuertes, muy convincentes, con sus hábiles argumentarios, con sus sucias metáforas, con sus operaciones para diluir responsabilidades. Pero sigamos señalándolos con el dedo. Veremos, esta vez, quién puede más. Yo digo que tú. ¿Apostamos?