Olvidar el sombrero es una de esas cosas con las que podrían empezar obras de teatro y películas. Para usar sombrero a diario hay que ser un señor. Y para olvidárselo, también. Y andar por las mañanas de los sábados con tres nietos puede ayudar bastante. El sombrero se quedó en el sofá, y ahí estuvo hasta que cayó en la cuenta. Al rato, volvió a por él. Por no perder mucho tiempo, decidimos que podíamos tirar el sombrero desde el balcón. Era uno de esos momentos que se fuerzan con una extraña ilusión por hacer cosas que se salen de lo correcto, pero que se pueden hacer. Quién no ha visto lanzar la merienda por la ventana alguna vez. Así que aunque era un quinto piso, nos probamos. Como si fuera experto en olvidar sombreros y en recibirlos desde una calle céntrica de Murcia desde lo alto de un quinto piso, indicó cómo debía ser el lanzamiento. Y procedí, ante el asombro de los nietos.

Nadie en la calle se percató del momento sombrero volador del abuelo. Murcia ya es una gran ciudad en la que pasan cosas sin que la gente se pare a contemplar. El sombrero voló en curva, girando sobre sí mismo. Los nietos seguían su trayectoria con entusiasmo, esperando que lo cogiera su abuelo como un frisbee en la playa. Lo lancé con un pequeño gesto para evitar la calle más grande€ y el sombrero voló en parábola, evitó la calle grande, pero fue a parar a la copa del último árbol de la esquina, y allí se quedó. El abuelo gesticuló molesto, como si no hubiéramos hecho caso de sus indicaciones de experto lanzador de sombreros desde un quinto la tarde de los sábados, y siguió su camino notablemente disgustado.

El sombrero se quedó a unos centímetros de caer de la copa. Vaticinamos que caería en pocos minutos y algún espabilado se lo llevaría de recuerdo. Nunca viene mal un sombrero Panamá de redecilla, coqueto y con clase. Pero no. Pasaron minutos€ y no caía. Pasaron horas. Y no caía. Volvió el abuelo de sus recados, y no caía. Nos asomamos después de cenar, y allí seguía el sombrero, sobre la copa del árbol, ajeno a la algarabía de Semana Santa en el centro de Murcia. Por la mañana los niños madrugaron para ver si seguía allí el sombrero, y allí seguía un día después.

Al caer la tarde bajamos todos. El sombrero se había acercado un centímetro hacia afuera. Zarandeamos el árbol con maña. Como si moviéramos árboles para que cayeran sombreros que se han quedado allí lanzados desde un quinto todas las semanas. Y a la décima€ el sombrero cayó y aterrizó en el suelo. Un día después, lo habíamos recuperado. Los niños cantaron, bailaron, rieron y se hicieron decenas de fotos con él, para mandárselas al abuelo, que cuando recibió la noticia se alegró por el sombrero, y por la alegría de los nietos. Y qué buenos momentos se pasan con los sombreros que tiras desde el quinto y se quedan en la copa de un árbol. Feliz día del libro, con este cuento. Vale.