La prueba de que Podemos está en fase menguante es su logro de meter toda la calle en un único autobús. La trama sustituye a la casta como hilo argumental de un discurso político que ofrecería ciertos réditos como divertimento si no fuera porque lo que toca Pablo Iglesias se ha vuelto ya demasiado previsible. Como salida futura, al líder de Podemos siempre le quedará la televisión en su franja horaria más vocinglera -en el caso de que haya alguna que no lo sea- mientras las vidas reales de aquel supuesto sujeto histórico que una vez identificó como «la gente» siguen en el mismo punto muerto en que estaban antes de la irrupción de su promesa fallida.

El ´tramabús´ de Podemos rueda con el impulso de unos acontecimientos que parecen programados para hacerlo más visible. Alguna fuerza oscura contribuye a validar la escalada de la corrupción como preocupación ciudadana hasta colocarse por detrás del paro que reflejaba el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Falta saber si ese salto porcentual de siete puntos, hasta figurar como uno de los asuntos que más inquietan al 44,8 por ciento de los encuestados, tiene alguna traslación política, porque hasta ahora la corrupción encuentra escaso castigo en las urnas.

Para un porcentaje muy amplio de electores, la trastienda oscura de la vida pública es algo que se da por supuesto y, como tal, se descuenta en el momento del voto. Resulta difícil explicar de otra manera que el Partido Popular, con la larga estela negra de asuntos que arrastra, haya conseguido sortear en dos elecciones generales consecutivas la reiteración de casos que estos días han pasado de lo indiciario a lo explosivo.

«La política merece la pena», afirmaba el viernes Mariano Rajoy, algo que suscribirán también aquellos que, al amparo de una supuesta inquietud por lo común, encontraron el modo de abrirse camino hasta el dinero público para privatizarlo en su fortuna personal. La «pura normalidad» del Presidente consiste en declarar en un juicio en el que, según la Fiscalía, ha quedado ya patente que el PP se financió durante años con una ´caja B´. La norma que sostiene esa normalidad es la resistencia correosa de los populares a asumir que la corrupción instalada en su seno constituye su mayor problema.

Esa negación persistente de lo que parece un pozo sin fondo tiene como soporte una peligrosa afinidad de lo judicial y lo político de la que otra vez ha quedado sobrada constancia. Cuando lleva apenas dos meses en el cargo, el nuevo fiscal anticorrupción, Manuel Moix, se revela como un elemento de combustión rápida al conocerse que está apadrinado por Ignacio González, quien esperaba conseguir con su ascenso en el jerárquico ministerio público que lo suyo no fuera a mayores. Moix fue el mismo que se negó a imputar a Esperanza Aguirre -quien esta vez sí parece haber llegado al final de su recorrido político- cuando se dio a la fuga en coche en pleno centro de Madrid para evitar una sanción por mal estacionamiento. Las escuchas telefónicas dejan rastros de los vínculos personales del fiscal anticorrupción con la trama que se supone está llamado a combatir.

Como en similares episodios anteriores, los diálogos de esas grabaciones policiales, que empezarán a aflorar en breve, tendrán un impacto sobre la «normalidad» más contundente que el del ´tramabús´ de Podemos, que no deja de ser un recurso escénico del siglo pasado.