La vuelta de los héroes no siempre es triunfal. Ulises hubo de luchar a muerte con los pretendientes de Penélope, mas tuvo el recibimiento de quien por añorarlo, había lidiado a diario con la muerte tejiendo y destejiendo una mortaja. Peor fortuna tuvo Agamenón, pues quien se presentara como caudillo de los aqueos, volvió a su reino de Micenas como el asesino de su hija Ifigenia a los ojos de su esposa Clitemnestra, de manera que tuvo las horas contadas y de poco le sirvió ser conquistador de Troya, pues Egisto calentó su lecho durante la larga ausencia de la guerra. La venganza de su asesinato fue la Orestiada de Esquilo, que bien conocía Shakespeare cuando escribió Hamlet.

Que los siglos hayan puesto en el pedestal a Penélope en lugar de Clitemnestra tiene la sencilla explicación de convenir a la moral, pues la fidelidad siempre fue más apreciada que el adulterio.

La entrega de las armas de ETA, aparte de una noticia amortizada, ni siquiera tiene el sabor de la victoria, por más que lo reivindique Rubalcaba. Pues no hay un vencedor proclamado en la derrota de ETA. Zapatero y ahora Rajoy ponen broche final a una guerra en la que durante mucho tiempo pareció vencer la infamia. Fue una cruzada larvada, tan real como una guerra contra el crimen, pero sin un armisticio ni una capitulación formal y rubricada, se asemeja a una extinción, como el fuego o las epidemias virales.

Las políticas penitenciarias, ora dispersión, ora acercamiento, fueron minando la moral a la vez que el cerco policial. Con sus altibajos, la gobernabilidad vasca en coalición con el PNV, la normalidad democrática que se acrecentaba cada convocatoria de las urnas, la enseñanza generalizada del euskera y hasta una educación nacionalista con tintes de revancha del franquismo, fueron apaciguando a una sociedad cansada de violencia, de traidores asesinatos y de algaradas incendiarias callejeras. Y, aunque parezca contradictorio, la prohibición de HB y la legalización de Bildu, dieron finalmente la puntilla. La conquista del poder democrático y las guerras de banderas han terminado por hacer del nihilismo etarra un absurdo. El cumplimiento de largas condenas de cárcel y la vuelta a casa de los últimos dinosaurios ha hecho ver que eran una especie en extinción. El recurso a la violencia ya no es un discurso, porque el debate está en otro lugar. No se acabará con la cerrazón, pero nadie tiene que morir por ello.

Otra vez la vigilia ha cumplido las expectativas. El despertar de un sueño es a veces lento. La Hélade de Alejandro tardó en percatarse de que el tiempo de los héroes y el de los filósofos de la edad de oro había terminado. Pero si en Grecia fue un sueño, en Euskadi fue pesadilla. Una pesadilla extraña, llena de monstruos y de seres acechantes, como en un frondoso bosque poblado de perversos seres. Y las sacristías vascas están llenas de los símbolos del culto camuflados tras olores y colores beatíficos, pues el incienso y la púrpura han consagrado también los ídolos de una mistificación que tuvo más de invención que de martirologio. Fueros viejos tuvieron muchas ciudades y villas de España incluso antes de la fundación de las villas vascas a fuero de Logroño, pues la Historia, la que se escribe con mayúsculas, tiene más recovecos que las esquinas de un cuadro, por más que se cuelgue en la sacristía o en el altar de un pueblo antiguo. Hay mucho más de vasco en el patronímico castellano que remata en -ez, que todas las invasiones imperialistas que soñara Sabino Arana. Pero para que el fruto caiga del árbol hace falta que madure. Y en el País Vasco, hasta los robles dejan caer sus hojas secas por más perennes que fueren.

Tras la entrega de las armas ya muy pocos pensarán en héroes de la patria. Y quienes crean que aún representan la quintaesencia de un pueblo, tan hermoso y antiguo como otros muchos sobre la piel de toro, no tienen más que mirar más allá de las bambalinas y las candilejas: verán un auditorio yermo, la cavea pulida y fría. Mañana temprano sonará el despertador como todos los días a muchos compatriotas. La casa fría y el café caliente. Sí, un café traído de América, un continente colonizado a la par por vascos y gallegos para una Corona que, si acaso no lo mereciera, al menos puso la madera de sus barcos y el idioma que se hablaba en ellos y que ahora hablan más de quinientos millones sobre la tierra.

Ahora oiremos doblar las campanas en la quietud de la tarde. La novela de Hemingway tomaba el título de una meditación de John Donne del siglo XVII: «La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.» Cada una de las muertes del terrorismo era propia y a la vez era universal, nos disminuía como pueblo porque una nación en la que uno de sus hijos muere por el capricho de la sinrazón, no puede ser libre. El adiós a las armas no tiene nada de sagrado, porque ninguna gloria hubo en ellas.