Nuestro Mar Menor está cambiando como nunca antes lo había hecho, al igual que nuestro mundo. Normalmente, los efectos ambientales de nuestras actuaciones tardan varias generaciones en manifestarse de una forma evidente, si bien en casos como este, la intensidad de los impactos y la fragilidad del ecosistema precipitan los acontecimientos.

¿Qué le está pasando al Mar Menor? Pues posiblemente lo mismo que al resto del planeta; ante un incremento notable de la población y de las actividades humanas, se multiplican los impactos sobre la laguna y su entorno hasta el punto de sobrepasar sus límites, es decir, su capacidad para asimilar y recuperarse. Históricamente ha sido la minería metálica de la Sierra Minera, pero de medio siglo para acá parecen ser el incremento de espacios urbanizados y de la agricultura intensiva los dos grandes responsables de estos impactos. A esto, habrá que sumarle también aspectos globales y socioeconómicos para poder entender las verdaderas causas y hacer diagnósticos más realistas sobre la base de análisis de escala, de lo general y lo particular.

¿Cómo se ha podido llegar a la situación actual? Básicamente, la zona ha experimentado un rápido desarrollo económico y poblacional, con una expansión urbanística y de los cultivos intensivos, sin que las diferentes Administraciones aportasen soluciones a problemas concretos (sobredimensionamiento de regadíos, salmueras, urbanización de zonas inundables y cauces), ni aplicasen controles ambientales efectivos, ni llevasen a cabo un dimensionamiento adecuado conforme a lo que el medio podía soportar. Pero además de estas responsabilidades políticas evidentes, seguramente la sociedad en su conjunto algo tendrá que ver con esta situación, por acción o por omisión. Y prueba de ello es que cuando la sociedad, incluidos los sectores económicos, ha comenzado a demandar medidas correctoras con la fe del converso, eso sí, tras ser evidentes las pérdidas socioeconómicas y ambientales, las Administraciones han comenzado a asumir criterios científicos, y no solo económicos, ante esta cuestión.

¿Qué podemos hacer? Ni todos los usos y ocupaciones intensivas del territorio, sin control, ni una población sobredimensionada resultan compatibles con el mantenimiento de la capacidad del Mar Menor y su entorno para proveernos de bienes y servicios de calidad en el largo plazo. Por tanto, determinados cambios y reestructuraciones en este sentido deberán ser asumidos por todos (sectores productivos, Administración), para asegurar el futuro de nuestro entorno y de las generaciones venideras. Pero también la sociedad, en general, deberá asumir un papel más activo.

Que necesitamos de un medio natural de calidad y rico en biodiversidad e interrelaciones para poder existir, debería ser algo meridianamente claro para nuestra sociedad al ser este el ´Banco´ del que en primera y última instancia nos nutrimos y dependemos para conseguir alimentos, recursos, así como para nuestra propia salud y subsistencia. Nada es gratis, todas nuestras actividades tienen un precio ambiental que nadie paga al no estar internalizados estos costes, por lo que con cada nueva actividad incrementamos nuestra deuda ambiental que, finalmente, acaba por quebrar, por colapsar los ecosistemas. Y en este punto, la comunidad científica debería asumir un importante papel, tanto aportando soluciones técnicas, como formando e informando, desde la honestidad y la ética, a la sociedad de los límites y costes ambientales, económicos y sociales, de nuestras actividades a medio y largo plazo, para que la sociedad pueda decidir, con criterio y responsabilidad, sobre su presente sin hipotecar su futuro.

Es tiempo de madurar, asumiendo nuestra corresponsabilidad, en cuestiones de gestión del patrimonio natural y nuestra integración en el mismo, aunque sea por puro egoísmo. Cuatrocientos años después de Galileo, la sociedad actual debería afrontar un nuevo paradigma social, que nos haga superar el insostenible antropocentrismo en el que vivimos ante la evidencia cada vez más clara de sus nefastos efectos en todos los ámbitos. No se trata de volver a la edad de piedra, ni de una renuncia total que haga de este cambio un verdadero conflicto; se trata de asumir por realista y necesario, conforme al conocimiento disponible, que otro modelo de crecimiento y de relación con nuestro entorno natural que incluya también los costes ambientales, no solo es posible, sino imprescindible.

La preservación de la capacidad de los ecosistemas para proveernos de bienes y servicios en el medio y largo plazo no debería considerarse una cuestión menor a la hora de gestionar nuestra actividad socioeconómica, simplemente debería ser LA CUESTIÓN, y sus costes ambientales deberían computar en el balance final. Aun viviendo en un mundo tan tecnológico, no hay que olvidar que nuestro futuro dependerá, en última instancia, de que nuestro tamaño poblacional y el impacto de nuestras actividades se adapten a la capacidad real de nuestro medio natural para sustentarnos sosteniblemente. En caso contrario, tendremos más casos como el de nuestro Mar Menor.