Han pasado cuarenta años desde la legalización del PCE (Partido Comunista de España) durante la Transición democrática. Fue el famoso Sábado Santo Rojo, el 9 de abril de 1977. También se cumplirá dentro de unos días el sexto aniversario del movimiento social 15M en la madrileña Puerta del Sol. Miles de indignados (porque aún hoy lo son, y lo que queda) siguen reclamando la 'regeneración política' del país y 'reavivar el sentimiento social' que estalló en España en 2011. Y añadimos a estas fechas el enardecimiento de la bandera roja, amarilla y morada, en la 86ª celebración de la II República española, 14 de abril de 1931.

Todo un Mes Rojo, 'rojeras', como suelen despotricar las malas lenguas de la derechas y de los fachas, sobre todo. Desde todo el arco parlamentario, quién no se ha cuestionado un día tras otro la monarquía, tanto la del rey emérito como la de su sucesor Felipe VI. Pero no porque uno sea republicano, tiene ya un marchamo de excelencia democrática. El republicanismo no siempre tiene que ver con el Régimen de gobierno. «Por republicanismo cívico no se entiende la reivindicación unilateral de la forma 'República' para la jefatura del Estado. Por el contrario, resulta necesario pensar en toda su complejidad esta idea política, que atraviesa nuestra tradición desde el siglo XV. Tener un presidente de República no mejora milagrosamente el déficit de espíritu republicano» ( Villacañas, J.L., en Populismo).

Desde comienzos de 1500, en la España reconquistada, surge la res publica como opción política y social. Pero no nació para oponerse solo a las monarquías, sino sobre todo, a las estructuras feudales del poder y el absolutismo, lógicamente emanados de los imperios, reinos, principados y

señoríos medievales. Hay unas repúblicas de derechas, neoliberales, otras comunistas y algunas dictatoriales, y no siempre son modelos de democracia. El republicanismo es otra cosa; está muy vinculado a la acción popular de los ciudadanos gobernándose a sí mismos, como pueblo soberano, por encima de los representantes en cortes y de una representación de matices neoliberales y, muchas veces, oligárquica, con bastantes deficiencias democráticas.

Como es natural, todo el mundo interpreta el pasado como le dicta su ideología y/o conciencia política. Así, el coordinador federal de IU, Alberto Garzón, se atreve a criticar a sus antepasados políticos, al PCE, a Carrillo, «no como traidor al comunismo, pero creo que se equivocó al apostar por la moderación». El líder de IU ha asegurado, en una reciente entrevista, que el Partido Comunista de España (PCE) «hizo lo que pudo durante la Transición, pero no

lo que debía, porque tuvo que ocupar un papel de izquierda domesticada por los intereses de los poderes fácticos políticos financieros y militares. El PCE de la Transición se autoengañó y engañó a los militantes».

Pablo Iglesias, también con sus mariposeos con el comunismo pecero, ataca a Carrillo pero no a Anguita, al que salva de la quema. La razón de eso es la crítica de la Transición, pero no es cuestión de demonizarla continuamente.

Tuvo sus partes buenas y sus muchas malas. Sí es verdad que la estructura económica, legislativa y política actual es

heredera de esa Transición y Constitución del 78, inacabada e insuficiente. Y por eso debemos reclamar un republicanismo, ecosocialista y pacifista, que ponga fin a las políticas neoliberales. Pero tampoco, hoy día en España y en Europa, se dan los elementos necesarios para una revolución social, para la ruptura total con el antiguo Régimen (a pesar de los deseos y legítimas reivindicaciones de Anticapi, Alternativa e Izquierda Republicana y todos los peceros radicales y grupúsculos adláteres). Dice Garzón, el de IU, que la izquierda se puede aglutinar entre un 23 y 29% del electorado español, pero siempre que se tienda a formar una alternativa progresista a las derechas del PP, C's y PNV, PDeCat, partidos nacionalistas, etc. La cuestión no esta tanto en restar o no los votos entre partidos de la izquierda, sino encontrar luego una coalición electoral o post-electoral, progresista y popular, con el emblema del republicanismo.

A veces, cómo no por el bien de España, se ha justificado esa traición de que Carrillo obligase a su comité central y a miles de afiliados del PCE a aceptar la unidad de España y la monarquía parlamentaria. Muchos de esos militantes habían arriesgado su vida en la clandestinidad de la dictadura franquista, y también habían sufrido torturas y cárcel. Y miles de ellos tienen aún familiares directos asesinados en las cunetas de las carreteras, en las laderas de los montículos o en las tapias de los cementerios. Ahora, algunos analistas acérrimos del bipartidismo afirman que debemos agradecer al líder comunista y al expresidente Suárez ese gesto de osadía política por el que ambos pagaron un alto precio. Lo que no dicen cuál es el precio que han pagado y están pagando cientos de miles de españoles del bando republicano.

Recordemos que no hubo sábado santo, ni rojo ni azul, para los republicanos. No fueron legalizados los que no tragaron ni con la bandera ni con la monarquía, herederas y legitimadas por la dictadura franquista. Por eso no pudieron estar en la Cortes de la Constitución del 78. Y por eso, hoy día más que nunca, se echan en falta los valores del republicanismo democrático frente al cortocircuito de pactos que el neoliberalismo 'trama' con el nacionalismo identitario y el populismo xenófobo. La construcción republicana es dispersa, plural, diseminada, donde prima la división institucional de poderes. El espíritu del republicanismo profesa siempre una función estabilizadora a través de las instituciones, huyendo de las obstinaciones invasoras del poder ejecutivo de instrumentalizar los organismos educativos, sanitarios, socio-culturales, económicos y legislativos.