Al final de la Avenida de las Salinas, en San Pedro del Pinatar, rodeado de toda esa agua tintada de rojo cobrizo, el nombre de Joaquín Bascuñana yace inerte sobre una herrumbrosa placa que no tuvo más remedio que ver cómo le grababan la identidad de quien luego ocuparía más autos judiciales que planchas inaugurales. No es la única maldita. A lo largo del Levante español, por ubicarnos cerca, decenas de placas portan el nombre de algún investigado, imputado o condenado que tuvo el cielo y la gloria al ver sus apellidos a las puertas de un hospital, colegio, centro cultural, monumento o mis favoritos, los palacios de Congresos. Me fijé hace unos meses en estas desdichadas placas al contemplar el nombre de Alfonso Rus en una lámina que recuerda la reinauguración de la Plaza de Toros de Valencia. En la Región, Antonio Cerdá, Miguel Ángel Cámara o Pilar Barreiro, y una larga lista de alcaldes agradecidos con su tierra, tienen ese placer de aparecer en edificaciones que, con suerte, ni tienen sobrecostes ni se han quedado en esqueletos. Es, sin duda, otra víctima más de la corrupción, real o presunta, a la que pocas veces se le plantea una solución. Un vestigio histórico imputado también, la huella del ego de todos cuantos quisieron abrir las puertas de un nuevo espacio y que, veremos si no suenan otras puertas a sus espaldas, más pesadas, más metálicas, más funcionales. Y ahora, que esta semana se ha ido otro presunto, ¿qué hacemos con sus placas?