La mañana se hace clara en pleno sueño, y un sol naranja único despereza la neblina, que ya no deja casi escarcha. Las palmeras asoman por encima de la brumica, cuando la luz recupera su casa, y el valle verde abraza el tiempo de la ciudad. Las lluvias se convierten en hierbas y vinagrillos, flores, polen y azahar. La manta ya no pesa, se abren las ventanas y se saluda la mañana con un gran suspiro, y una sonrisa. Después del sollozo se cae el invierno al suelo, roto en mil pedazos. La radio suena viva, en la voz de quienes han paseado el amanecer de la primavera, en las calles coloreadas. El aire se hace cálido, los rayos de luz lo acarician todo, y el azul del cielo ilumina hasta el último rincón, con ayuda del mar, que se acerca. En los parques se acumulan las cañas, los barriles, los alambres donde los huertanos construyen las barracas bajo el sol de siempre. Marineras, pulpo, caballitos, pasteles de carne, bolitos, brindis y olivas de Cieza.

La ciudad se despereza un año más y en las barras metálicas brillan las Estrellas frías entre el gentío de nuestro abril de cien días. La hojarasca voló, caen flores del cielo y los niños buscan figuras en las nubes cuando los recreos se hacen cortos y las tardes largas. Los camiones de sillas, las pegatinas en el suelo, los carritos de algodón de azúcar, capirotes y caramelos, y en la esquina, una charanga que cambia estribillos por sonrisas. La ciudad es una terraza que no cierra, un paseo que no termina, en el despertar que se pinta naranja, cuando la primavera vuelve a su casa. Magenta de Perdón, Colorao huertano, morao nazareno, verde Esperanza y blanco Resucitado, la Semana de pasión desborda la generosidad, sobre la penitencia, antes de la algarabía huertana, y la charanga sardinera.

En Belluga la luz clava la fachada barroca, en la imagen de la ciudad, icono de luz y estación propia, y los grupos de japoneses no logran captar ese fulgor en sus modernas cámaras digitales. Sólo algunos elegidos lo han logrado, cerrando los ojos, con el corazón, como el Maestro Gaya, acuarela templada, en el color cálido de una luz única que todo lo cubre. La noche cae despacio, suave, sobre el neón en la Gran Vía, cruzada por un mar de peatones, cuando avisa el semáforo. Entre ecos de trompones, los grupos de zagales cambian de terraza, y la ciudad gira y gira, sin parar, sobre sí misma. Las estrellas se acercan al asfalto, y brillan con el neón sobre el cauce del Segura, y la silueta de la torre, enciende el Paseo del Malecón, y casi toca las palmeras, que en los límites de la ciudad, ya en la huerta, defienden la estancia de la gran madre Primavera, que ya duerme y se despierta con Murcia, la ciudad donde nació. Vale.