No puedo dormir. Y mañana, volveré a hacer lo mismo y tampoco podré dormir. Y pasado y al otro.

No sé cómo aguanta él. Cualquier día se mata y entonces sí que no podré dormir nunca más. Con los otros no lo he hablado, no sé si ellos también sentirán remordimientos o si hacen lo que hacen y se quedan tan frescos.

No paran de hablar de cosas por el estilo en la tele, y en el colegio nos han dado unas cuantas charlas sobre el tema. Luego, en el patio, nos reímos como auténticos idiotas y nos burlamos del tío o la tía que ha venido a darnos la brasa y volvemos a pegarle o a ningunearlo o a hacerle el vacío al pringao que se nos ha metido entre ceja y ceja este año, cada día. No sé cómo aguanta. Vaya manera de estrenarse, menudo sexto curso que lleva. Desde su primer día de clase, cuando nos lo presentó el tutor, cuando nos dijo que lo acogiésemos como sólo sabemos hacer en nuestro colegio, que lo apoyásemos, etc, ya estaba sentenciado por Roberto.

La verdad es que el chico no es feo, no es gordo, no lleva gafas, no tiene granos, no es ni muy alto ni muy bajo, no es ni siquiera pelirrojo. A ésos, a todos los que son algo diferentes, también los tenemos enfilados. Pero a este tío, aparentemente, no le pasa nada. Le pasa que es nuevo y un poco blando y no le gusta el fútbol ni las peleas ni hacer burradas ni reírle las gracias a Roberto, el líder, no sólo de nuestra pandilla, sino de todo sexto curso y del colegio, me atrevería a decir, y cada vez que Roberto abre la bocaza en clase lo jaleamos como si acabase de descubrir la penicilina y le reímos la gracia como si fuese un monologuista del club de la comedia. Y ese primer día de clase de este pobre desgraciado, Roberto abrió la boca para decir que iríamos a por él y eso, mal que me pese, es palabra de Dios porque, la verdad, o estás con Roberto o estás contra él y, sintiéndolo mucho, prefiero estar dentro, ser uno más, ser el pez grande que se come al pequeño, aunque eso me convierta en un auténtico imbécil, pero al menos seré un imbécil que no esté solo.

Lo de hoy ha sido bestial. Como cada día, le hemos quitado el dinero y el bocadillo. Los insultos y las collejas los recibe sin inmutarse. Nunca se revuelve. No pide que paremos. Al principio hasta sonreía. Ahora se cubre como puede, se tira al suelo y espera a que acabemos.

Hoy se han pasado. Le han quitado el macuto y la ropa sucia mientras que estaba en la ducha después de la clase de educación física. Se ha visto obligado a salir desnudo a pedir ayuda al profesor. Las chicas lo han visto. Las chicas no son mejores que nosotros. Algunas no miraban y guardaban silencio, pero otras se reían y murmuraban: «Esto es cosa de Roberto, ¡qué crack!».

No sé cómo este pobre idiota vuelve cada día a clase, con su cabeza baja, con su vista clavada en el suelo, sabiendo que, haga lo que haga, se la va a cargar, que ninguno de sus gestos, puede ahorrarle problemas.

Hoy ha sucedido algo en casa y creo que, por fin, podré dormir. Mis padres nos han reunido a mis hermanos y a mí y nos han dicho que al curso que viene nos trasladamos de ciudad. Eso significa que cambiaremos también de colegio, que dejaré atrás a Roberto y que quizá sea yo el chico nuevo a por el que todos van. No, eso a mí no me va a pasar. Sé cómo actuar, sé cómo posicionarme, a quién arrimarme y sé hacerme el invisible si hace falta. Soy un tío fuerte, he estudiado artes marciales y, está feo que yo lo diga, pero soy bastante guapo. Sin embargo, ya he decidido lo que quiero hacer el último día de clase. Es decir, dentro de tres.

Han pasado tres días. Me las ingenio en el baño para hablar con el pringao y le digo que si aprecia su vida, me espere en el kiosco que hay a dos manzanas del colegio, el que da al descampado.

Me las ingenio para, al salir de clase, quedar con Roberto, le digo que vamos a los recreativos, que lo invito. Vamos pasándonos la pelota, dando toques, pegándole pelotazos a toda vieja, niño o ser que nos cruzamos en nuestro camino. Roberto va encantado sabiendo que lo voy a invitar en los recreativos y que de alguna forma conseguiremos pillar unas cervezas. Le he pedido que no se lo dijera a los otros y me ha contestado: «A más tocamos».

Me late fuerte el corazón, estamos llegando al kiosko. No veo al pringao. «Vamos a comprar unos cigarrillos en el Kiosco, Roberto». «Dale, tío, vamos», me contesta con su voz de prepotente. Nos acercamos al kiosko y al girar vemos al pringao. «Que se venga el pringao, Roberto», le digo al líder. «Qué idea más genial, vente pringao».

Veo el miedo en los ojos del pringao. Nos acompaña a su pesar. Cruzamos por el descampado, que es la forma más rápida de llegar a los recreativos, sólo yo sé que no vamos a llegar. Vamos dándole collejas todo el camino, hasta que en una de éstas cojo una piedra y golpeo la nuca de Roberto. Cae desplomado al suelo ante la mirada perpleja del pringao. Le ato las manos y le digo al pringao que ese es mi regalo de despedida, que al curso que viene no estaré y que esa es su oportunidad de vengarse. El pringao me mira con incredulidad, con asco diría yo. Niega con la cabeza y tarda como tres siglos en contestar:

-Te equivocas. Eso no es ningún regalo, yo no soy como vosotros.

Sale corriendo, deshaciendo nuestro camino y yo me quedo paralizado unos momentos, comprendiendo que, efectivamente, yo no soy muy distinto de Roberto.