Hay sensaciones frustrantes que duran apenas unos segundos, el tiempo que tardas en darte cuenta de que el estropicio que está a punto de ponerte de los nervios es una nimiedad. Ocurre, por ejemplo, cuando pones la cafetera cuidando todos los detalles para que el café salga perfecto, pero algo te distrae y acaba hirviendo. No es una desgracia de dimensiones catastróficas, pero es un accidente previsible, que ocurre por culpa de un simple descuido y eso lo hace más insufrible. El resultado es que el café ya no sabe igual. Puedes ignorarlo, pero a veces no es posible y hay que empezar por el principio y preparar otra cafetera.

Esta es la sensación que deja la dimisión del presidente del Gobierno regional, Pedro Antonio Sánchez. Antes de que fuese proclamado candidato del PP a la presidencia de la Comunidad Autónoma ya se sabía que la crisis por la que atraviesa la Región llegaría antes o después. Y la presencia de Sánchez producía una sensación parecida al desasosiego de la cafetera hirviendo, porque en todo momento se ha sabido que su mandato tenía fecha de caducidad y que todo cuanto hacía y decía acabaría convertido en humo cuando cesara.

Él llevaba toda la vida preparándose para ser presidente. Fue designado por Ramón Luis Valcárcel para sucederle y casi todo el mundo lo apoyó cuando llegó el momento de mandar a Alberto Garre a su casa, después de un breve mandato interino destinado a abrirle a él las puertas de San Esteban.

Pertenece a esa generación de políticos que se han formado para la Administración, pero en vez de entrar como funcionarios con unas oposiciones, llegan por la puerta grande como cargos públicos y van escalando puestos desde el partido a un ayuntamiento, después a una dirección general y más tarde a una consejería. Él no estaba dispuesto a renunciar a la presidencia cuando llegó el momento de ser nominado por un descuido en los contratos del auditorio que construyó en Puerto Lumbreras cuando era alcalde. Que la obra no estuviera terminada cuando llegó el momento de liquidar cuentas con el contratista era para él un simple «un error administrativo».

Pero su ansiedad por el poder no le habría permitido esperar a que saldara sus cuentas con los tribunales y lo ha convertido en su propia víctima.

Estos dos años escasos han sido para todos un pulso entre las reglas que rigen la vida real y las trampas que emplea la política para sortear lo irrefutable.

La Justicia ha actuado como un rompehielos, abriéndose camino en un mar de témpanos, avanzando a paso lento, sin ver el final del camino ni saber cuánto va a durar el viaje, pero sabiendo que se mueve inexorablemente y que en algún momento llegará a su destino.

Al final, la realidad se ha impuesto a la ficción política que el PP y Ciudadanos habían tejido en el pacto de junio de 2015.

En el fondo, puede que el propio Pedro Antonio Sánchez agradezca haberse librado del vértigo de salir cada día a hacer de presidente como si él no hubiera sabido todo este tiempo que su mandato era una confabulación imposible, que tenía los días contados.

Aunque los políticos están hechos de otra pasta, él también ha pagado un precio personal muy alto por seguir su hoja de ruta confiando en que le acabaría sonriendo la suerte de los valientes.

Su renuncia ha demostrado que la trifulca a la que hemos asistido en los últimos meses era innecesaria y podía haberse evitado hace dos años poniendo a otro aspirante del PP al palacio de San Esteban. Lo que no podía preverse es que su dimisión llegaría a convertirse en un conflicto nacional que implicaría al ministro de Justicia, al fiscal Anticorrupción y al propio Gobierno de Mariano Rajoy en el arranque del debate de los Presupuestos Generales del Estado, con un grupo parlamentario en minoría.

Si los periodistas que estábamos en el hotel Nelva la tarde de junio de 2015 en que el alcalde de Lorca, Francisco Jódar, y el coordinador de Ciudadanos, Mario Gómez, cerraron el acuerdo de investidura sabíamos que Pedro Antonio Sánchez sería imputado en algún momento por el caso Auditorio y que llegaríamos a este pulso entre el PP y los partidos de la oposición, el ya expresidente no podía ignorarlo. Para eso el compromiso de que dimitiría si era imputado se recogió expresamente en el pacto.