Cuando en 1991 se produjo la implosión definitiva de la Unión Soviética (dos años antes había caído el famoso muro de Berlín) se vino también abajo el armazón político, militar, económico y cultural del mundo de la Guerra Fría. Un mundo bipolar en el que luchaban por imponer su hegemonía el bloque comunista euroasiático (Moscú y Pekín) y el bloque capitalista occidental que comandaban los Estados Unidos de América. La batalla se libraba en zonas situadas fuera del contacto directo (peligrosísimo dado el enorme arsenal nuclear que acumulaban ambos contendientes) y siempre a través de agentes vicarios. Y en esa situación de práctica congelación táctica, la labor de los espías era fundamental para conocer los recursos estratégicos y los avances tecnológicos que el enemigo desarrollaba en el más absoluto secreto.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la cantidad de novelas y películas sobre espías (fundamentalmente rusos y americanos) ha sido extraordinaria. Y hubo escritores como John le Carré (El espía que surgió del frío) o Ian Fleming (el creador de James Bond) que se hicieron ricos y famosos cultivando ese género. El clima político de aquellos años lo propiciaba y en EE UU dio lugar a episodios de agudo histerismo anticomunista durante la caza de brujas que desataron principalmente el senador republicano McCarthy y el director del FBI, Edgar Hoover. Los nuevos inquisidores veían espías rusos por todas partes y hasta hubo una película de mucho éxito, Que vienen los rusos, en clave de humor.

Creímos que desaparecida la Unión Soviética habrían desaparecido también con ella aquellos espías rusos que tanto nos preocupaban, pero no ha sido así. Han vuelto y, lo que es peor aún, mejor organizados y con un antiguo espía, Vladimir Putin, como presidente y hombre más poderoso de la nueva Rusia. Al menos, eso hemos de deducir de las informaciones que nos sirven los medios sobre los primeros días de Donald Trump en la Casa Blanca. Según ese relato (palabra de moda), el nuevo presidente está siendo chantajeado por los rusos que tienen grabaciones comprometedoras en su poder desde antes de su victoria electoral. El lío comenzó al parecer cuando Obama preparaba sanciones contra el gobierno de Putin por haber organizado una campaña de desprestigio contra la señora Clinton mediante una infiltración en los ordenadores del Partido Demócrata. El asunto terminó con la expulsión de 35 diplomáticos rusos, pero Moscú no pagó con la misma moneda a los norteamericanos, como suele ser habitual en las confrontaciones diplomáticas, a la espera de conseguir mejor trato bajo la nueva presidencia. Saber donde está la verdad en un asunto tan enrevesado, es un ejercicio muy difícil pero desde entonces ya ha dimitido el general Michael Flynn, exconsejero de Seguridad, se ha autoexcluido de la investigación el fiscal general Jeff Sessions, y deberá rendir cuentas ante el Comité de Inteligencia del Senado el asesor y yerno del presidente Jared Kushner, un judío ortodoxo encargado de las relaciones con Israel.

En cualquier caso, habremos de alegrarnos de que los espías rusos hayan vuelto a ser protagonistas principales de la intriga política. Por lo que sabemos de ellos por el cine y la literatura, lo hacían muy bien y eran muy profesionales. Y las espías, muy guapas.