Había una vez una princesa que vivía en un lujoso castillo. Un castillo lujoso y peculiar. Un castillo en el que las puertas y ventanas sólo eran de entrada.

Como toda princesa, la princesa de nuestro cuento, tenía un príncipe y este príncipe sabía toooodo cuanto nuestra princesa pudiera necesitar. Bueno, la princesa y el resto de seres que habitaban semejante castillo.

¿Y quiénes eran estos seres? Dos bellos pajaritos, a los que la princesa llamaba Papá y Mamá, un caballo, llamado Delfín y un perro llamado León.

La princesa tenía un serio problema: la princesa tenía sueños. Al príncipe esto le preocupaba muchísimo pues cuando la princesa soñaba se elevaba y, no sólo ella, también los pajarillos, el caballo y el perro. Cuanto más soñaba más se elevaba, cuanto más soñaba más se levantaban del suelo los pies de aquellos acompañantes que habitaban el castillo y su corazón. Y, cuanto más se elevaba la princesa, más se alejaba de su príncipe, ese príncipe que sabía todo cuanto ella y demás compañía pudieran necesitar.

La princesa escribía, la princesa pintaba, la princesa soñaba y todos, los pajarillos, el caballo y el perro, se elevan con ella.

El príncipe se preocupaba. El príncipe se enfadaba. El príncipe se asustaba. El príncipe mandó destruir toooodos los lienzos, libros, cuadernos, lápices, pinceles y óleos del reino.

El príncipe tuvo que tomar cartas en el asunto. Así que encerró a la princesa y al resto de la familia en el sótano de palacio.

-Querida princesa, prohibido soñar. Recuerda que es por tu bien. Entiende que te puedes lastimar al perder altura.

Un día, un gran día, la princesa introdujo un catalejo mágico por una de las tuberías del lúgubre sótano y a lo lejos, vislumbró un cartelito que indicaba: «Camino hacia Ninguna Parte».

-Quizá en Ninguna Parte se pueda soñar -suspiró, soñadora, la princesa-. Cuando el príncipe esté dormido, nos escaparemos- dijo a todos.

Los pajarillos revoloteando escaparon por la tubería y arrebataron las llaves del sótano que el durmiente príncipe custodiaba amarradas a su cinturón. Y es que el príncipe era muy de amarrar.

Así fue como lograron escapar hacia Ninguna Parte. Iban felices, canturreando por dentro para no despertar al príncipe durmiente, que no soñador.

El camino era luminoso, abundante de alimentos y un río que fluía feliz y repleto de peces. Todos se bañaron de noche, desnudos.

El camino era cada vez más ancho, cada vez había más luz y aunque fuera de noche, La Luna y El Sol se daban la mano sonrientes. Eso es que iban en la dirección correcta.

Y llegaron por fin. ¿Qué encontraron? ¿Qué había en Ninguna Parte?

Sobre un bastidor gigante había una preciosa Biblioteca. «Ninguna Parte» rezaba un rótulo sobre la gran puerta, una puerta con forma de libro y dentro preciosos libros, cuadernos en blanco, inmaculados lienzos y sueños revoloteando por todas partes. La música se adueñaba de cada estancia y por las numerosas puertas y ventanas las notas musicales entraban y salían a su antojo.

-¡Qué bien se está aquí!- dijeron todos a un tiempo: la princesa, los pajarillos, el caballo Delfín y el perro León.

La música de ambiente cesó y el solo de una guitarra sonó, era la melodía de los sueños, una melodía que sonaba diferente para cada uno de aquellos felices seres. Unas grandes manos, de esas que están hechas para dar, sostenían la hermosa guitarra. Las manos, como muchas otras otras manos, pertenecían a un hombre. Aquel hombre no parecía un príncipe. En realidad, aquel hombre no se parecía a nadie que la princesa hubiese visto antes, aquel hombre llevaba el corazón por fuera.

-Bienvenidos seáis -les dijo-. Llegáis justo a tiempo. ¿Estáis preparados para soñar?

Y colorín, colorado, este cuento aún no ha acabado.