De cuatro puntos de Trieste quiero hablar tras mi visita a tan singular ciudad, uno de mis destinos mediterráneos favoritos y que atravesé velozmente en 1972, a la que tenía pendiente regresar. Resumiendo, la atracción que esta ciudad me ha producido siempre tiene que ver con su historia, lo que a su vez es deudora estricta de su geografía, que la sitúa al fondo del Adriático, en la confluencia de tres potentes realdades culturales: la latina, la germánica y la eslava. Trieste y su región, siempre escasa al situarse bajo la pesada muralla del Carso (el Karst eslavo), estuvo 536 años bajo la soberanía austriaca: desde la 'Dedicación' de 1382 a los Duques de Austria, para eludir las ambiciones de la ya pujante Venecia o del Patriarca de Aquileia, hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, cuando fue incorporada al Reino de Italia.

La ciudad es de imponente arquitectura austriaca, recuerda a Viena (que queda as 555 kilómetros) y desde luego nada tiene que ver con las demás ciudades italianas: es un despliegue austero de edificios majestuosos de 4 a 5 plantas, con la solidez adusta del espíritu comercial centroeuropeo. Como debe ser, y yo practico, es la ciudad vieja, alta o fortificada lo primero que convine visitar y en esa ruta, la colina ( il Colle) de San Giusto deja ver importantes restos de la romana Tergeste, la antecesora histórica. Pero es la iglesia de San Silvestro la que me retuvo: primero porque el románico siempre me interesa y más si es modesto, como en este caso, y luego porque, siendo propiedad de la Iglesia Evangélica Reformada, de confesión helvética, su sencillez resulta extrema cuando se la visita por dentro: nada que ver con la exuberancia de Santa María Maggiore, justo al lado, en la que el contraste opulento deja en evidencia el fondo supersticioso e idolátrico del culto católico. En la desnudez de las paredes de San Silvestro un cartelito nos recuerda que, cuando la iglesia fue adquirida al Estado austriaco en 1786 tras años de abandono, la opinión católica local exigió, y el emperador consintió, dos condiciones: que la puerta principal, que da a Santa Maria Maggiore, nunca se abriera y que los oficios propios no coincidieran en el tiempo con los de la iglesia colindante; y así siguen. Hay que decir que en Trieste, ciudad eminentemente mercantil y por siglos austriaca, tanto las confesiones protestantes como la judía han sido y son visibles y concurridas, aunque los privilegios imperiales beneficiaron históricamente a la parte católica.

Más arriba destaca la hermosísima catedral de San Giusto, una suntuosa maravilla de carácter románico predominante, con cinco naves que son el resultado de la fusión de dos iglesias distintas; está dedicada al patrono de la ciudad, cuyos restos reposan en la misma. Mi interés, no obstante, se centró en el castillo de (¡cómo no!) San Giusto, un portento arquitectónico que forma un triángulo irregular adaptado a la parte alta de la colina. Edificado por etapas entre finales del siglo XV y el XVII, asombra la contundencia ciclópea de sus muros y baluartes, así como sus galerías y subterráneos insondables, hoy dedicados a museos de estatuaria latina y de armas históricas. El Adriático brumoso y más recóndito queda sometido a la vigilancia estricta de estos bastiones, que se pueden pasear proporcionando la mejor vista general de la ciudad.

El sino de Trieste ha sido comercial y su puerto ha servido, ayer como hoy, de vía mercantil para muy extensas regiones de Europa Central; y de ahí su importancia estratégica, confirmada por esta fortificación descomunal.

El centro y núcleo urbano es la esplendorosa plaza de la Unità d'Italia, en la que se disponen en forma de U abierta al mar siete edificios de la mayor significación, integrados por el palacio del Municipio y en los que lucen, legibles y seculares, los títulos de las instituciones locales identitarias: el Lloyd Triestino y las Assicurazioni Generali, así como los famosísimos Café degli Specchi y Restaurante Harri's; y en el centro, la estatua del emperador Carlos VI (que decretara Trieste como puerto franco) y la fuente de los Cuatro Continentes? Mis paseos, repetidos y devotos, se enderezaron sin embargo por el espigón que surge de la orilla de esta plaza, avanzando hacia el mar, desnudo, solitario, potente, inofensivo.. ¡pero tan noble! Se trata del muelle Audace, de los paseos reflexivos y amorosos, que viera atracar en noviembre de 1918 al submarino del mismo nombre, marcando así la derrota de Austria-Hungría y la reintegración de Trieste a la patria italiana. Y en su borde exterior, la rosa simplificada de los vientos decisivos: sirocco, maestro, libeccio y greco; aunque es el bora, viento que desciende por los barrancos del Carso y se enfila y acelera por entre las calles más altas que anchas, el que tumba a los triestinos, ganándose un protagonismo popular de arte y leyenda (a más de cierta culpa en enajenaciones y suicidios?). Por las cercanías del Audace remolonean remolcadores ociosos pero inquietos: poco que hacer desde que el Porto Vecchio, otrora alma de la ciudad decayera integrándose sus muelles y tinglados en la ciudad moderna, ya que es el Porto Nuovo, en las afueras, el que recuerda con su trajín lejano que el vientre de la Mitteleuropa se traga a diario una ruidosa y multiforme carga.

La cuarta estación de mis preferencias es el Museo Joyce-Svevo que nos ubica, una vez inmersos en Trieste, en sus singulares entrañas literarias, ya que se trata de una ciudad a la que su condición de encrucijada económica, política y cultural le ha conferido un atractivo intelectual poderoso y diverso, así como la floración de una abundante nómina de escritores y poetas. Tuvieron que ver con Trieste tanto Freud y su discípulo italiano Edoardo Weiss (años más tarde, esta ciudad sería el núcleo generador de la psiquiatría progresista italiana) como el victoriano Burton, Rilke y Joyce, este último ciudadano insigne por una veintena de años, que enseño inglés en los centros Berlitz y trabó una fecunda amistad don el escritor Italo Svevo, primero maldito y luego venerado como símbolo de la enmarañada alma triestina; James Joyce desarrolló aquí una intensa actividad literaria, incluyendo el inicio de su Ulysses.

Triestinos del siglo XX, de la ciudad o su región, varios de ellos judíos sefardíes, han sido poetas como Umberto Saba o Scipio Slataper, escritores filósofos como Belzen, Michelstadter, Gambino o los más actuales Tomizza y Magris, este bien conocido en España. Aunque de paso hacia Roma, Johann Joaquim Winckelmann, considerado padre de la arqueología y de la historia del arte, quedó para siempre en Trieste al morir, en 1768, de forma tan crapulosa como absurda; la ciudad lo recuerda con un fervoroso mausoleo en su honor, en la colina de San Giusto.

La esencia cultural triestina es compleja y hasta angustiosa: de aspiración italiana (latina), asume con gusto una herencia austro-germánica secular, pero presenta sentimientos de tinte más bien trágico frente a la presencia eslava, que siendo anterior a la veneciana en el amplio hinterland triestino de Istria y Dalmacia, consiguió imponerse en estos territorios a consecuencia del avance de las tropas de Tito en 1945 (que produjo la emigración de varios cientos de miles de italianos hacia Trieste y el Véneto) y de las decisiones de los Aliados respecto de las llamadas Zonas A y B de Trieste. Un referéndum celebrado en 1954 dejó para la ciudad de San Giusto el estrecho entorno político-geográfico actual y para el Estado yugoslavo las tierras adriáticas de base eslava pero que el irredentismo italiano (con el tiempo, literario más que político), que las vinculaba a la República veneciana, no ha dejado de reivindicar.