Un día como ayer, hace ahora 75 años, murió Miguel Hernández, cuando aún no había cumplido los 32. Dicho así, podría parecer que estamos ante una muerte más, injusta y dolorosa; ante una vida segada prematuramente, una madrugada demasiado madrugadora, parafraseando sus propios versos. Y así es. Pero también es algo más. Porque a Miguel, ese joven «ciegamente generoso», en palabras de Vicente Aleixandre, lo dejaron morir como a un perro en una siniestra celda. Y todo por no querer congraciarse con el régimen. Por no querer renunciar a lo que había sido, por no retractarse de aquello en lo que había creído.

Acabada la guerra, Miguel pudo haberse exiliado al extranjero. Prefirió, sin embargo, volver a su ciudad natal, donde no creía tener enemigos. Allí fue detenido a los pocos días y condenado a muerte por un tribunal franquista. Comenzó entonces para él un calvario de celdas y penalidades, hasta que, abandonado por las autoridades políticas y carcelarias, expirara en la prisión de Alicante, después de contraer una afección pulmonar no curada, que derivó en tuberculosis.

Hasta aquí, su vía crucis. Posteriormente, el escarnio. Empezando por las palabras más crueles, aquellas que dicen que salieron de la boca de su padre: «Él se lo ha buscado».

Recuerdo que a mediados de los setenta, en los estertores de la dictadura, el poeta de Orihuela fue objeto de un homenaje en su ciudad natal. Las autoridades prohibieron los actos y cercaron la ciudad. Los que habían podido franquear sus puertas el viernes se quedaron atrapados en ella, y a los que fuimos el sábado nos resultó imposible acceder a su interior ya que las entradas estaban tomadas por la Guardia Civil y la Policía Armada. Después de una larga espera, rodeados de agentes y palmeras, la tarde fue cayendo y tuvimos que dar media vuelta y regresar al pueblo. Los que se hallaban dentro, sin embargo, siguieron adelante con los actos programados, a pesar de la prohibición. Un compañero nuestro de Cieza fue detenido y pasó varios días entre rejas. Su delito: homenajear a una de las voces poéticas más genuinas de la literatura española.

Hoy en día, mucho han cambiado las cosas, e instituciones de toda clase y condición se disponen a conmemorar el 75 aniversario de la muerte del poeta, aquel «mozo de pueblo muy tostado de sol, en traje de pana, calzado de alpargatas y con una carpeta pequeña», que en los años de la República paseaba sus ambiciones literarias por las calles de Madrid, abrumado por la altura de los edificios, como antes las había paseado entre los tupidos palmerales de su Orihuela natal o por los cerros pelados donde pacían sus cabras.

Por poco tiempo, porque el triunfo del golpe de Estado franquista, tras la cruenta Guerra Civil, pronto dio al traste no sólo con sus sueños de libertad sino también con su propia vida. Y todo porque durante la contienda, Miguel Hernández defendió la legalidad republicana como soldado. Como poeta, diría yo más bien. Ya que como Homero de nuestra incívica y despiadada Troya, sus armas sólo fueran la palabra y la poesía. Palabras y poesía para alentar al pueblo, pues siempre es bueno que haya ruiseñores que canten, incluso por «encima de los fusiles/ y en medio de las batallas».

Existe hoy en día un consenso casi generalizado, en ambos lados del Atlántico, en considerar a Hernández como uno de los grandes de nuestra literatura. Y España e Hispanoamérica se disponen a homenajearlo como el gran poeta que es. Pero hay algo que no encaja con toda la parafernalia oficial de conmemoraciones. El autor de El rayo que no cesa no puede seguir arrastrando un día más, en esta España democrática, el peso de una ignominiosa condena a muerte decretada por los tribunales de un régimen dictatorial.

No se trata (no, no es eso) de pedirles cuentas a estas alturas a quienes lo condenaron o fueron los responsables de que no saliera vivo de aquella siniestra cárcel. Tan sólo de que se haga justicia, aunque sea con demasiados años de retraso. Si para algo debe servir este aniversario, como quisimos muchos que sirviera el año del centenario de su nacimiento, es para recordar, «a quien corresponda», que al margen de homenajes y reconocimientos, lo que necesita Miguel Hernández es una inmediata reparación jurídica y moral, anulando aquella condena injusta. Porque su talento y su obra, no se preocupen, sabrán defenderse por sí solos.

Como se defienden, sin ir más lejos, en el magnífico libro Retablillo para un poeta que la escultora, dramaturga y poeta ciezana Carmen Carrillo presenta mañana en el Club Atalaya-Ateneo de la Villa de Cieza. Un álbum ilustrado con 26 ilustraciones, realizadas con acuarela, compuesto de una serie de romances, que pretende introducir a los más pequeños en la vida del poeta, evocando sus momentos más significativos. Un libro por el que desfilan personajes como el niño Yuntero, Josefina, Ramón Sijé, el gorrión Pio Pa u otros más alegóricos, como la Guerra.

Si algo fue por encima de todo Miguel fue un hijo del Segura, de este río que vertebra nuestra tierra y riega su exuberante huerta. Vega donde crece la palmera levantina, que tanto amaba, «la que atrapa la primera ráfaga de primavera, la primera golondrina». Y así creo que debemos sentirlo y reivindicarlo. Aquí publicó su primer libro Perito en lunas, aquí conoció a García Lorca una noche tumultuosa, aquí disfrutó de la amistad de Carmen Conde y María Cegarra, aquí escribió en el suplemento literario Verso y prosa?

Miguel, poeta del pueblo, «esa voz que venía a dar voz al pueblo desde el pueblo», pero también poeta de 'yo' en su Cancionero y romancero de ausencias, aquel joven cuyo compromiso con la vida le llevó, en palabras de José Luis Ferris, su mejor biógrafo, «a cantar por igual la fuerza del deseo, la lentitud de la naturaleza y la honda grandeza del sufrimiento humano», hace tiempo que se convirtió en un poeta universal. Razón de más para sentirlo cada vez más nuestro.