Cada 28 de marzo deshojo un dolor, acaso distinto al del año anterior, más duro, más agrio, más contundente y sangrante. Aquel de 1942 se llevó la vida y el escaso aliento de Miguel Hernández, poeta iluminado; y desde aquel día y desde aquella tragedia, nos arde el corazón desmesuradamente, desbocadamente. El tiempo pasa, las nuevas generaciones saben y concilian la ausencia sin un veneno que les arda en las entrañas; otros no tenemos tan fácil pasar la página dolorosa y ensangrentada de la historia de España. Y volvemos aún a llamar criminales a los que infectaron su cuerpo e intentaron, inútilmente, callar su palabra, la del verso y la otra que sigue siendo ejemplaridad de una conducta, no solo literaria.

Hace tan solo unas horas hablando con una antigua y muy querida amiga, Mari Paz, comentábamos nuestras recientes lecturas y ella me hablaba del impacto que le producía la obra de Gabriel Miró; en concreto, F iguras de la Pasión del Señor, páginas maravillosas (acordamos) del excepcional autor alicantino, dueño de un sublime vocabulario inmarcesible. Y yo le recomendaba volver sobre la elegía que Miguel Hernández escribe a la muerte de Miró; con ojos entristecidos mi amiga me confesó que a veces es imposible leer a Hernández, que es como una pena expansiva para quien se atreve a hacerlo desde el corazón herido de la vida.

No se nos pasa la angustia ni el recelo en las armas; ni la música ni el arte nos consuela de todo; se trata de algo tan grande como aquel amor perdido e inolvidable, desvencijado en su optimismo y sus secuelas, sin posible olvido ni tratamiento. Dolor de hoy mismo que se convierte en llamas, en brasas a flor de piel. «No hay extensión más grande que mi herida», escribe el poeta llorando a su amigo; palabras suyas que hacemos nuestras para su pérdida y para la nuestra enamorada; para la mía madurada en un entusiasmo generoso del destino.

Es verdad lo que me dijo Mari Paz, hay que leer a Hernández fortaleciéndonos antes el alma; blindándonos el corazón ante la injusticia y la trascendencia de su asesinato, de su obra dolorida y sus vientos de denuncia. Algunos seguimos rotos, desesperanzados, no hay recuperación; nos falta un soplo de vida que buscamos dramáticamente y que se vuelve a perder cada año en sus cenizas del color de la eternidad de su verso.

Quizá deberíamos volver los ojos al milagro y volver en su búsqueda y tener el permanente valor de volver a empezar; al inicio, a las cabras, a la tahona y harina de los Fenoll, a la misma Orihuela, donde creyéndose seguro, lo denunciaron y lo detuvieron por última vez para cortar, provisionalmente, sus alas y su aleteo generoso.