Los únicos en el mundo que son realmente afortunados, decía Churchill, son los que disfrutan con su trabajo». Se trata, en efecto, de una exageración, pero que no distorsiona sino que acierta a señalar la importancia decisiva de la relación que tenemos con nuestro trabajo. De hecho, los sociólogos coinciden en señalar que se trata, junto con las relaciones familiares, del aspecto en el que más comúnmente ciframos nuestra identidad.

Sin embargo, encontrar el propio camino en la vida no es fácil. A veces porque no resulta interiormente clara la dirección a tomar, a veces porque los impedimentos que se enfrentan a nuestras preferencias son inamovibles, y a veces porque implican un esfuerzo que no se puede afrontar. Además no siempre lo que se desea con preferencia está al alcance de nuestra elección, y con frecuencia aunque haya diversas opciones, no sentimos por ninguna de ellas la suficiente predilección.

Y no obstante, buena parte de la vida nos va en acertar a preferir lo que realmente somos y a persistir en esa dirección, aunque también sea del todo preciso saber abandonar los espejismos de un yo preferido pero irreal. Distinguir entre lo uno y lo otro es más bien algo que nos pasa cuando ya se ha superado la dificultad, es decir, cuando la vida discurrida nos ha dado pruebas al respecto. Por eso la juventud es el periodo donde se concentran todas esas incertidumbres y desorientaciones.

Pero también es el tiempo de lo prometedor por excelencia. Y en ese atolladero de perplejidades puede sobrevenirnos un auxilio externo: la admiración que nos causa la perfección con la que alguien realiza su labor, o bien la fascinación sentida ante la encarnación que hace de una misión u oficio. Es el atractivo interior que nos suscita el desenvuelto dominio de alguien en su tarea, lo que acierta a descubrir nuestros gustos y nos pone sobre la pista de lo que quisiéramos ser. Si ese deslumbramiento se traduce en una sentida invitación a su emulación, el sujeto puede considerarse afortunado porque ha encontrado un maestro con el que hacerse aprendiz de un oficio.

Es cierto que todavía quedará por afrontar la incertidumbre principal, a saber, el alcance de la propia capacidad. Pero ese descubrimiento estará pendiente de que se ponga el suficiente empeño y abnegación para averiguar si esa emoción apunta a un quehacer cuya perfección se nos puede convertir en una pasión duradera. Una pasión cuya certificación la da el gusto y la inclinación a procurar incansablemente la perfección posible en lo que se hace.

Tener una vocación es poder decir aquello que la cocinera del cuento de Karen Blixen, El festín de Babette, le dijo a quienes preferían no dejarle preparar una cena por todo lo alto: «¡Dejadme que lo haga tan bien como soy capaz!». Aspirar y ser capaz de dicha perfección, al menos en cierta medida, es la confirmación de que entre esa tarea y nuestra persona hay una relación esencial, decisiva para nosotros y lo que somos.

Además, experimentar que el propio destino está asociado a la perfección en lo que se hace, suele inducir a poner un empeño que probablemente terminará por producir el reconocimiento ajeno. Y no me refiero solo ni principalmente al prestigio profesional que suele acompañar a quienes se dedican a algo con pasión, sino a un reconocimiento más elemental pero decisivo: los demás te llaman para que hagas lo que has aprendido a hacer llevado de una pasión por la perfección que seguramente desconocen. Y en realidad da igual que la desconozcan, porque cuando te llaman llevados de su necesidad te dejan volver a intentar hacerlo tan bien como sea posible.

De hecho, que otros nos llamen porque necesitan algo debería ser tomado como un indicio estimable del camino a tomar. Por algo ´vocación´ procede del latín vocare que significa ´llamar´, así que la vocación está tanto en aquello para lo que te llaman como en lo que te llama atrayendo tu interés. Y no siempre uno de esos aspectos tiene que preceder al otro, porque hay muchas personas que no tienen una vocación definida en la forma de una tarea específica, pero sienten la inevitable necesidad de tener algo que ofrecer a los demás, de ser útiles y estimables para ellos.

La verdadera tragedia del paro en nuestras sociedades no está en la imposibilidad de obtener un determinado nivel de renta, sino en la experiencia que se hace sentir al desocupado de que nadie espera que tenga nada que ofrecer de valor para los demás. Poder ofrecer algo valioso en donde los demás nos reconozcan es una necesidad esencial sin cuya experiencia nuestra dignidad queda desasistida. Incluso en el trabajo más oneroso y realizado por la más estricta necesidad, la búsqueda afanosa de la perfección por parte de quien lo hace, introduce un elemento de gratuidad, de ofrecimiento generoso, libérrimo y benigno para los demás, sin el que cualquier labor se vuelve un suplicio, por bien pagada y reputada que esté.

De ahí que el reconocimiento de la obra bien hecha y su alabanza formen parte esencial de un orden social justo, en el que a cada uno se le da lo que merece y con holgura. En España deberíamos ejercitar con peculiar constancia el hábito de alabar a quien lo merece para contrarrestar nuestra oscura afición a celebrar lo vergonzoso de los demás escarneciéndolo, por no hablar de los sinuosos pliegues de la envidia que niega lo valioso en el otro por el dolor de no tenerlo.

De hecho, lo que Caín envidió en Abel no fueron sus posesiones sino sus ofrendas, es decir, lo que tenía para ofrecer según una perfección interior que le hacía reconocible. Sin esa pasión por la perfección como un exceso libérrimamente procurado en lo que se hace por un decisivo interés interior, las sociedades y las civilizaciones languidecen entre chapuzas y una mediocre y triste melancolía de lo valioso. Me temo que las crisis económicas y sociales tienen mucho más que ver con la miseria cainita de quienes no tienen nada perfecto que ofrecer de lo que las teorías económicas son capaces de advertir.

Tener vocación es, pues, presentir el cumplimiento del propio destino mediante la perfección posible de lo que se hace convertida en ofrecimiento, en la gratuidad del exceso apasionado tras la perfección. Un rasgo lo delata: quien tiene la perfección como pasión de su oficio se cansa pero no se fatiga, pues ésta es la pena de los que recorren la vida sin descubrir qué ni quiénes les llaman.