A cierta edad, según avanzan los años, sucede con frecuencia que no medimos ni tasamos las cosas por igual. La experiencia que conllevan los logros y especialmente los fracasos nos hacen sentir que aquello que unos años atrás consideramos de suma importancia con el paso del tiempo y muchas estaciones ha quedado relegado a la categoría de nadería y empezamos a darle a cada cosa su sitio y la importancia que le corresponde.

Se me ocurren muchos ejemplos con los que ilustrar este cambio de actitud que me procura cada vez más libertad y mucha tranquilidad. Supongo que los que acumulen más horas de vuelo que yo sabrán a lo que me refiero y mientras leen mi columna sonreirán con nostalgia al recordar ese momento de sus caminos en el que cruzaron al otro lado del puente en el que comenzaron a viajar ligeros de equipaje y comprendieron que casi todo menos la salud importa menos que tres pitos y un tambor porque esto, la vida, solo es un ´ratico´.

Frases, palabras, situaciones, momentos y personas que antes eran elementales, esenciales para nuestro día a día, dejan sus papeles principales para convertirse en meros accesorios que están ahí como parte del decorado, de manera accidental, sin los que la ´función´ continúa perfectamente por sí sola.

En mi caso comprendí ese cambio de rumbo en el camino de la mano de los juicios de valor gratuitos y desafortunados. No sé si se deberá a mi recién estrenada maternidad y todo lo que ella conlleva o al paso y al peso de las estaciones, pero el caso es que al ser juzgada alegremente y a la ligera como veleidosa reaccioné de un modo completamente inesperado y sorprendente para mí, teniendo en cuenta mi naturaleza susceptible que hace que como todos los quisquillosos de este mundo me tome las cosas muy a pecho.

Sencillamente no me importó porque la persona en cuestión demostró lo poco y mal que me conocía. A lo largo de los años ha tenido tiempo de sobra para conocerme, pero sin saber bien por qué, antes de ponerse en mi lugar y meterse por un momento en mis zapatos, ha optado por quedarse en un plano superficial e injusto que la hace aventurarse erróneamente en el color y la talla de mi calzado.

Me gustaría poder presumir de reflejos rápidos y decirles que soy de esas personas que ante comentarios impertinentes y desafortunados reacciona al instante y en el momento de manera inteligente, pero les estaría mintiendo, porque con frecuencia las mejores respuestas, esas contestaciones ingeniosas y saladas que pondrían en su lugar hasta al mismísimo Pablo Iglesisas, se me ocurren demasiado tarde, horas e incluso días después al abrigo del sofá de mi casa.

Por eso hoy, por primera vez, saltándome algunos principios y mantras sobre los que se estructuró mi educación y que me impiden en la mayoría de los casos contestar, cimentados en esa horrible expresión que me acompañó parte de los ochenta y a lo largo de los noventa, a palabras necias oídos sordos, aprovechando las bondades de mi columna me voy a dar el gustazo del derecho a réplica.

De vez en cuando, una vez al año, parar en seco y decirnos a nosotros mismos ¡pero qué coño! emulando al guapísimo Tom Cruise en su papel de Jerry Maguire, es una licencia que todos en algún momento deberíamos permitirnos. Si ellos, los que juzgan a la ligera y con cierta mala leche, no se molestan en conocernos, nosotros no estamos en ningún caso obligados a convencerlos.