La voz de Paco Rabal sonaba para decir los versos de la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández. Y eso era cada vez que pasábamos por Orihuela. En aquella ocasión íbamos a ver cómo pintaban los artistas aquella zona de la ciudad donde había nacido el poeta. Lo hicieron desde 1976, en las casas del barrio de San Isidro, y siempre encontré en aquellos muros la mano y el pincel de Ramón Garza. No sólo Ramón, pero él siempre estaba.

Este año se cumplen 75 años de aquel luto que cubrió la herida con una tristeza habitada por la poesía. «Como el toro he nacido para el luto», dijo el poeta, que miraba los toros solos en la ribera llorando, olvidando que eran masculinos. Y es que la poesía de Miguel Hernández ha nacido para ser recitada, pintada y hasta cantada. De eso, del cante, tal vez lo más importante sea lo que hizo para el flamenco Manuel Gerena, y también las baladas de Serrat, sobre todo aquel poema de la cebolla.

Habíamos ido a Orihuela en aquel viaje de artistas que tanto interés pusieron en recordar al poeta. Ya ha pasado tiempo y la ciudad que lo vio nacer parece quedarse allí sin tiempo de recorrido, tal y como la dejara el poeta sobre sus versos.

Las palmeras y las viejas enlutadas por sus calles angostas confían al universo aquel «Me tiraste un limón, y tan amargo», porque todo es ya amargura en el rayo que no cesa. Todo, concluyendo que los murcianos de dinamita están también en el poema de la España que luego fue peregrina. Y el barro. Y el «!Me llamo barro aunque Miguel me llame», como si se buscara el poeta en el tiempo, sabiendo lo que pasaría muy pronto, cuando le trajeron a la cárcel y le dejaron morir.

Es curioso. Todavía oigo la voz de mi amigo Paco cuando paso por Orihuela, recitar aquello de «al almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero». Como si la detención en el tiempo fuese para todos igual.

También aquella voz sin igual, la de Paco Rabal, que, como nadie, había recitado al poeta al pasar por aquella arboleda de palmeras que se ve desde la montaña. Tan cerca de la cueva donde, según el tío Miguel, otro pastor amigo del poeta, metían el rebaño cuando llovía, esperando que pasaran los rayos y los truenos incesantes en poesía y también en el amanecer que soñaba con llegar a Madrid para que su amigo Pablo Neruda y los otros del 27 vieran los nuevos poemas del Perito en lunas. Y de eso ya hacen más de 75 años, que estos son justos los que llevaron el luto a un toro quejicundo. Levantada la cabeza y apretados los dientes, como soldado que también era.