Desde que Putin puso en marcha el ventilador para favorecer la llegada de la extrema derecha en los países donde se celebran elecciones, el mundo occidental vive pendiente de las encuestas, como ocurrió la semana pasada con el voto de los holandeses. Los comicios en puertas se convierten en el cesto de la ropa sucia, en el que van apareciendo trapos malolientes de los candidatos. En Francia ha caído el ministro de Interior, Bruno Le Roux, pero el aspirante conservador a la presidencia de la República, François Fillon, trata de resistir contra viento y marea, en lugar de aceptar que su sola presencia empuja al electorado a votar a la ultraderechista Marine Le Pen. Lo asombroso de las tropelías que están saliendo a la luz, además de los lazos ocultos con el presidente ruso y el precio de los cafelitos que se ha tomado Fillon para hacer negocios -igual que algún político murciano del que resulta difícil no acordarse-, es la frescura con la que han enchufado la manguera del dinero público a sus esposas y e hijos, sintiéndose protegidos por un manto celestial que mantendría en secreto sus fechorías. Su propia torpeza debería ser motivo de dimisión, porque ningún gestor tan estúpido puede seguir manejando fondos públicos.

Lo asombroso es que sus respectivos partidos no los borren del mapa de forma fulminante, quizás porque tienen también motivos inconfesables que ocultar. Y mientras tanto, el resto del mundo espera a ver cómo salen de ésta los franceses.