Debo confesar que era de los escépticos. Pensaba que había mucho histerismo con la seguridad en internet. Hacía mía la suposición de que los virus eran un invento para vender sistemas anti virus. Los asaltos informáticos, para mí, eran cosas de la CIA y de Putin, y más bien un arma de propaganda que algo concreto. Me reía cuando veía que las personas a mi alrededor colocaban una chapita de plástico en las cámaras de los dispositivos no vaya a ser que graben al usuario. Leí como si fuera ficción todo lo publicado en torno a las revelaciones de Wikileaks de que la CIA tenía capacidad para espiarnos a través de teléfonos, ordenadores y televisores inteligentes, haciéndolos reversibles, convirtiéndolos en instrumentos para vigilar a quien los usa para mirar al exterior.

La organización de Julian Assange denunció que la agencia no sólo espía a otros gobiernos y a grandes empresas, sino a ciudadanos particulares. «Recientemente, (la CIA) perdió el control de la mayoría de su arsenal de hacking, incluyendo software, virus maliciosos, troyanos, sistemas de control remoto y documentación asociada». A esta explicación de por qué todos estamos expuestos añade que nuestra información anda por ahí a disposición de cualquiera: «El archivo parece haber estado circulando de forma no autorizada entre antiguos hackers y proveedores del Gobierno, uno de los cuales le ha proporcionado fragmentos a Wikileaks».

Paranoias, insistía yo. Hasta que, apenas horas después, un hacker vino a verme. Que me perdone Juan Antonio Bayona por utilizar su título para algo tan monstruoso. No vino físicamente, claro. Los h ackers no llaman a la puerta. Los hackers normalmente se cuelan a través de rendijas que dejamos abiertas en nuestros ordenadores, como por ejemplo el correo electrónico. Mi pirata me envió un mail muy correcto con el asunto «Información sobre factura». En el cuerpo del mensaje, un texto muy escueto: «Hola Juan Carlos. Su factura», un link y la firma: Noa Fernandez (sí, sin acento, debería haber sospechado). Pinché el enlace y adiós todo. Todos mis archivos, absolutamente todos, fueron renombrados y encriptados en cuestión de segundos. Un enorme cartel en rojo y negro cubrió la pantalla. Me explicaba la catástrofe y me decía que si quería recuperar mis archivos debería seguir una serie de pasos en varias páginas web. A estas alturas ya había aprendido a controlar el dedo, así que no hice clic en nada más. Horas después sabría que el procedimiento era ir de página web en página web y pagar una cantidad de entre 1.000 y 2.000 euros para rescatar los archivos. No parece mucho a cambio de todas tus fotos, todos tus textos, todos tus documentos. Voy a ser dramático: toda tu vida. Sí, claro que pueden preguntarme si tenía una copia de seguridad. Ya estoy vacunado después de que cada persona a la que he contado mi drama me hiciera sentir un idiota preguntándome eso mismo. No, nunca hice una copia, porque me creía invencible. Estaba convencido de que nadie se fijaría en mí. Además, ¿quién iba a interesarse en mis documentos, qué le importo yo a la CIA o a Wikileaks? Pues nada, pero mi soberbia me impidió ver que a quien le interesaba era a los timadores.

Ahora hago copias de seguridad una hora sí y otra también. Mi experto informático (a cien euros la hora) me dijo que es inútil pagar porque lo habitual era que se quedaran con el dinero sin devolver lo robado. Además, uno ha visto muchas películas: ante los terroristas no se cede. Así que el profesional pasó la fregona, me dejó el portátil limpio como una patena, pero tan vacío que todo retumba como en una habitación sin muebles.

Hace poco escribía sobre los peligros de internet, y hasta me atrevía a asegurar de que el papel y el lápiz son difíciles de encriptar y nunca fallan, salvo incendio o catástrofe. Hay que estar preparados también para los incendiarios virus informáticos, como lo estamos para los incendios con fuego: bomberos, salidas de emergencia, bocas de agua? Siento el desahogo público. Confío en que al menos sirva para que no sean tan tontos como yo y no den clic como autómatas a lo primero que les pongan delante. Está claro que cada clic debe ser una decisión consciente. Y a mi hacker, Noa Fernandez (ya lo sé, la falta de acento debería haberme alertado), pues nada, sin rencor. Que le quedo agradecido por meterme el miedo en el cuerpo, haberme mostrado lo vulnerable que soy y volverme un paranoico digital. Ah, y que le diga de mi parte al Gran Hermano que Orwell se equivoca. El Estado ya no necesita espiarnos porque ya le enseñamos nosotros todo lo que quiera saber.