Cuanto más lo conozco, más lo quiero. Y esto, conocerlo, no es nada fácil. Todo lo que sé sobre él lo he aprendido de sus actos. En muy contadas ocasiones se ha colado en una conversación algún dato de su vida anterior. Suelo bromear con él respecto a eso, que si acaso es un agente secreto, que cuántas veces ha cambiado de identidad, que si tiene varias esposas en diferentes estados, que si parece un coche de kilómetro cero, que sabes que tiene un pasado, pero éste ha quedado reducido a cero en el cuentakilómetros. Él me dice que no hay nada destacable, que sólo ha sido un niño, un adolescente, como cualquier otro.

El pequeño se ha despertado varias veces y lo hemos acabado metiendo en nuestra cama. A mí no me hace mucha gracia, digo que es porque se acostumbra, pero en realidad es que yo tengo el sueño muy ligero y ellos duermen a pierna suelta y acaban apoderándose por completo de la cama, poniendo posturas imposibles y enredados. Como yo les digo, más que padre e hijo, parecen gemelos, que estoy criando a dos, suelo lamentarme fingidamente.

El caso es que me tienen en el filo del colchón, así que decido levantarme y acostarme en el sofá. Me siento en el borde de la cama tratando de que el colchón ni se inmute y les echo un último vistazo. Jamás he visto tanta belleza. Me late fuerte el corazón. No me acostumbro a eso que emanan. Un espectáculo verlos juntos, la verdad, pero no seré yo la que pregunte a mi hijo si quiere más a papá o a mamá.

Definitivamente me levanto y voy a prepararme un vaso de leche caliente. En cuatro horas suena mi despertador. En la cocina, sobre el frigorífico, tenemos un armarito cuya puerta se abre hacia arriba y al que, con mi metro cincuenta y siete y mi falta de curiosidad, no llego si no me subo a una silla. No sé por qué, esta madrugada he reparado en él y no sé por qué me subo a esa silla y lo abro. Hay una caja metálica, de esas antiguas de galletas. En lugar de las galletas para mi vaso de leche, hay varios objetos que imagino que son suyos porque míos no son. («Así que algún día tú también fuiste niño», le digo imaginariamente a mi pareja). Unas cuantas cintas de casette, en las que reza con una letra que reconozco como suya: Platero y Tú, Extremoduro, Celtas Cortos. La misma letra se adjudica un ejemplar de El guardián de las palabras con su nombre y apellidos completo en la primera página con rotulador verde. Aún hay algo más. Parece un diario. Lo es. Su nombre en la primera página. Me siento sobre la silla que he usado de escalera y comienzo a leer. Mi corazón, de nuevo, se hace presente con fuerza.

Hoy ha sido un día algo más ajetreado de lo normal. Papá estaba gritando, como otras veces. Ésta vez no sé lo que le pasaba, pero sería lo de siempre. Estaba pidiendo dinero a mamá para ir a por lo suyo, así lo llama él: ´lo mío´. Yo estaba en la ducha y salía con el albornoz hacia mi habitación. Mi habitación es la única que está en la otra parte de la casa. Mi puerta da al salón, no como el resto de habitaciones y baños que da al pasillo de la entrada. Iba por el pasillo cuando él gritaba: «Dame un beso, me voy para siempre». Mi madre se ha negado y él replicaba medio llorando: «No me hagas esto» y, sin decir más, ha sacado su cuchillo, ése que lleva cuando íbamos al campo, ese tan grande como el machete de Rambo. Con él en una mano y una bolsa de ropa en la otra decía: «Me quito la vida ahora mismo». Yo no sé si iría en serio o no, pero me he agarrado al cuchillo con las dos manos, colgándome desde arriba e intentándoselo quitar. «Suelta el cuchillo, te vas a cortar», me decía él, y tras un forcejeo, gritos de mamá y mis llantos, consiguió quitármelo. Aún ha tardado un rato en irse, pero menos ha tardado en volver para hacernos la vida, las noches y los días imposibles.

Se me nublan las palabras, intento ahogar las lágrimas y sollozos para no despertarlos. Paso unas cuantas páginas. Hay algún dibujo intercalado que no me atrevo a interpretar. Continúo leyendo.

Desde el día del cuchillo, esto es lo que se respira en casa, amenazas de irse, de suicidio e intentos fallidos de ambas. Más de una vez me lo he encontrado medio muerto a mi llegada del cole; unas, por cortes en los brazos; otras, por sobredosis de pastillas e incluso tirado en el suelo con una soga al cuello. Siempre fallido. Según él algo no le deja morir, según él, sus intentos no son pantomimas. Esto me lo explicó un día antes de irme al cole, mientras me contaba cómo se cortaría las venas esta vez y que, esta vez, se moriría. Llegué de la escuela y allí estaba, tirado en el sofá con un charco de sangre, y me volví a meter a llorar en mi cuarto apartado de las otras habitaciones, a esperar a que llegase mamá del trabajo. «Por favor, que se muera esta vez», creo que es lo único que le he pedido a Dios en la vida, por eso ya no creo en Él. Se lo he pedido a diario, a todas horas, que muriese ya. Nunca más le he vuelto a pedir nada».

Me echo ambas manos a la boca para tragarme los sollozos, devuelvo todo al armarito de donde lo he sacado. Me vuelvo sobre mis pasos, de nuevo a la cama. Ahí siguen, en una postura más imposible todavía que la anterior. Me meto en la cama, tratando de no despertar al colchón, abrazo al hombre que quiero, el mejor padre del mundo, y le susurro, con miedo a despertarle el pasado: «Cuanto más te conozco, más te quiero».