La diferencia no tiene necesariamente que entrañar beligerancia. Y, sin embargo, esto es lo que generalmente ocurre. A los seres humanos nos unen las simpatías y las discrepancias. El problema es que nos equivocamos al analizarlas como es debido. Pensamos de manera equivocada que los seres iguales no pueden repelerse de la misma manera que otros cuyos pensamientos se encuentren en permanente colisión con los propios. Es el gran triunfo del sectarismo, esa ideología que nos lleva por el camino más rápido a la derrota de la inteligencia. Ni el amor, ni la amistad, ni la cooperación pueden tener como inspiración el monólogo, y sí la controversia ilustrada. El monólogo es una secuencia de la vida que aburre a las piedras. La vida se ve mucho mejor desde ángulos diferentes y opiniones encontradas por parte de personas dialogantes.

Existen graves contradicciones: nos acomodamos a lo que nos parece identitariamente asumible y rechazamos el antagonismo, mucho más rico en matices. Teniendo en cuenta nuestro carácter todo ello contrasta con la curiosidad y el ansia de descubrir las cosas de fuera que no conocemos. Por eso me cuesta tanto entender el rasgo de incomprensión localizado y sectario de los españoles, por lo general ávidos de descubrir la novedad y, a la vez, de rechazar las opiniones del prójimo porque no coinciden con las suyas.

La mejor forma de convivencia es la confianza. Llegar a pensar que actuamos de acuerdo a nuestra manera de ver la vida, no para agredir al que piensa de modo distinto sino para expresarnos y buscar un punto de coincidencia con él. En el momento que hayamos resuelto este absurdo dilema de las diferencias y dejemos de verlo como un crimen ideológico habremos avanzado de manera significativa en una de nuestras grandes carencias como pueblo: la tolerancia. Rechazar de plano el planteamiento contrario carga la política de demonios y la exime de resultarnos útil para resolver los grandes problemas.