El líder de Podemos parece dispuesto a hacer honor a su nombre, pero no en el sentido de imitar al fundador del PSOE, sino más bien a San Pablo, el apóstol de los gentiles, la persona que hizo posible que la doctrina de Cristo pasara de ser una corriente dentro del judaísmo a convertirse en religión de masas. Su propuesta de suprimir las misas de la televisión pública ha generado, como suele pasar con iniciativas de estas, el efecto contrario. Las audiencias de las eucaristías televisadas se ha disparado y, como sigan con la matraca, se van a dar de leches las teles privadas por emitirlas, por el chollo económico que supondría la publicidad en horario de máximo share. A este ritmo, Pablo va a evangelizar más que Saulo de Tarso. Y es que quizás sea ya hora de dejarse de rencores del siglo pasado («arderéis como en el 36», hemos visto hace poco en las fachadas de algunas parroquias de Murcia) y de discursos trasnochados. Soy partidario de la separación Iglesia-Estado, porque «al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», pero tampoco creo que haya que rasgarse las vestiduras (como Caifás) porque se emitan, una hora a la semana, oficios religiosos por televisión, sobre todo porque se dirigen a personas mayores impedidas que tienen dificultades para asistir a los templos. Que también tienen su derecho, digo yo. Para no ver las homilías en el televisor, no hace falta abrir ningún debate público. Basta con un suave movimiento del dedo índice sobre el mando para cambiar de canal. Fácil.