Éramos demasiado estúpidos. Mucho más que ahora. Pensábamos que algún día podríamos estar en lo más alto («Quitad, apartad, por favor; porque aquí estoy yo», que diría Urrutia) y mirar a la gente por encima del hombro. Era «nuestro destino». Y así pasaban los días: una ´litrona´ del chino, el humo de algún que otro cigarro que generaba más toses que disfrute y una actitud, creía, cercana a aquellos que con su música nos salvaron la vida. Burning, los Zeppelin, el progresivo de Pink Floyd, Loquillo, Jaime, Enrique Bunbury, Calamaro, Ariel, MClan, Charly y los Fitos... Todo ese imaginario nos salvó de caer en las redes de lo que odiábamos y odiamos. Nos enseñó códigos (honor, amistad) y nos dio también alguna que otra hostia -no éramos ni seríamos nada, ni habría hombros por encima de los que mirar a nadie-.

No recuerdo en qué momento Pepe Ramone puso frente a mí esos acordes mágicos del que -lo supe después- llamaban el ´padre del rock and roll´. Johnny B. Goode se coló al momento y para siempre en mi médula, y allí ha permanecido desde entonces. Ese alarido animal es ´el origen´ del rock and roll, de la música que nos hizo creer. Y debemos, tenemos la obligación absoluta e imperante de arrodillarnos ante las manazas de ese negro que tocaba la guitarra como si rozara la mano del Dios en el que no me permito creer. Así que gracias, viejo. Por tu música y por todo lo que vino después. Por ese riff con el que me volviste loco. Estás dentro: te escucho respirar.