Soy tan ingenuo que pienso que los árbitros simplemente se equivocan. Por eso me aburre Piqué con sus tuits, me decepcionó Fernando Roig con sus insinuaciones y me resulta indiferente cuando muchos aficionados se quejan de la actuación arbitral en la eliminatoria del Barça ante el PSG. Con los árbitros me pasa lo mismo que con los ciclistas en la carretera: no se encuentran en igualdad de condiciones, por lo que me cuesta oponerme a ellos incluso cuando no aciertan. Son la parte débil del sistema. Los árbitros no son juzgados en las mismas condiciones cuando cargan con decisiones adoptadas en segundos frente a quien tiene a su disposición repeticiones, comentaristas y la barra de un bar dictando cátedra o un timelime ardiendo. Y no lo están tampoco cuando discurren solos y sin voz ni turno de réplica frente al linchamiento mediático. Hemos interiorizado tan mal -tan sesgado, tan desproporcionado- el concepto del arbitraje que ya no hay vuelta atrás: el árbitro no se equivoca, nos roba. Es un adversario más dentro del terreno de juego. Sólo a él le negamos el error humano, valga la paradoja, cuando el fútbol es un juego repleto de imprecisiones -¿No falla acaso el delantero, no se defiende mal un córner o el entrenador dispone de un fallido planteamiento?-; y asumimos como rutinarias la intencionalidad, la premeditación y, a menudo, la alevosía. Y lo peor no es el diagnóstico, sino el tratamiento. Apenas se plantean sugerencias para corregir esos errores. ¿En qué y por qué fallan? ¿Hay una preparación deficiente? ¿Necesitan otro asistente? ¿Cómo puede ayudar la tecnología? Ese debate no interesa; preferimos teorías de Villaratos, clasificaciones de la otra Liga y hacernos las víctimas. Es más divertido, desde luego; pero muy injusto.