Por lo visto estamos padeciendo una auténtica epidemia de intolerancia al gluten, esa glucoproteína que está presente en mayor o menor medida en muchos tipos de cereales. Lo deduzco por la enorme proliferación de productos etiquetados 'sin gluten' en los lineales de los supermercados. En realidad lo que sucede, por lo que he descubierto profundizando en el tema, es que el 'sin gluten' se ha convertido en la última receta mágica que los hipocondríacos de este mundo han descubierto como fuente de la eterna juventud, y de protección frente a la enfermedad y a la muerte.

Los seres humanos, pobre desgraciados, nacemos con una gran bendición y un enorme estigma. La bendición es nuestra inteligencia, que nos hace ser conscientes de nosotros mismos y del entorno que nos rodea. El estigma es que nos sabernos destinados a la muerte y a la desaparición. Por eso nos pasamos toda la vida intentando descubrir, a través de nuestra conciencia y en el mejor uso posible de nuestra inteligencia, algún método para evitar el desagradable y más que molesto fenómeno de la caducidad vital y la inevitable putrefacción.

La respuesta más obvia es negarla, me refiero a la muerte, que es lo que casi todas las religiones que las sociedades humanas se ha inventando a lo largo de la historia preconizan. La otra vida, ya sea en su aburrida versión católica del ejercicio eterno de contemplación estática de Dios Padre, o las más divertidas del disfrute de walkirias en el walhala o de las cuarenta de vírgenes (ojo al dato) en el paraíso musulmán, son la respuesta más imaginativa ante el temor a quedarse pajarito sin más perspectiva de continuidad en este mundo o en el otro.

Pero más allá de la versión dura de las religiones institucionalizadas, los seres humanos (algunos más que otros, todo hay que decirlo) nos pasamos una parte considerable de nuestra vida en busca de un remedio mágico para alargarla. Tengo amigos obsesionados con atiborrarse a vitaminas, que en consecuencia producen unas micciones tan coloridas como una bandera del movimiento LBGT. Otros practican deporte como si se los llevara el diablo, claramente en un esforzado intento de eludir la enfermedad y, si aún fuera posible, a la terrible parca. Estos son los primeros que se quedan anodadados cuando un joven futbolista cae fulminado en medio del campo, ya que asocian de forma necesaria el esfuerzo físico con la salud perenne.

En fin, basta oír los anuncios de conocidas marcas de alimentación, algunas de las más insistentes con sede social en nuestra tierra, para descubrir que a la gente ya no le preocupa tanto comer y disfrutar comiendo como comprar un billete para la salud permanente mientras se atiborran de zampar fiambre o a beber leche grasienta y zumos energéticos edulcorados.

Todo antes que admitir que la semilla de la destrucción y del ser perecedero forman parte del código genético más íntimo que nos alumbra como seres únicos cuando nacemos. Por mi parte, me parece casi un delito que alguien prescinda del gluten si no tiene un problema real de alergia, cosa que sucede, afortunadamente, en una escasa minoría de ejemplares de nuestra especie, sobre todo en la infancia, y sobre todo en mujeres. Y no olvidemos que soy mayor y hombre.

Así que, ateniéndome a mis principios de búsqueda de la verdad verdadera, y mal que me pese, paso delante de las estanterías del supermercado compadeciendo a los pobres hipocondríacos que son capaces de pagar un sobreprecio absurdo por un producto sin gluten cuando en realidad no lo necesitan, ni les reporta ningún beneficio conocido.

Lo curioso es que, algunos de esos mismos individuos, que pretenden haber asegurado la salud eterna adquiriendo productos sin gluten, son los que luego fuman como carreteros y conducen en la carretera como suicidas. La coherencia y la consistencia mental, desde luego, no vienen necesariamente en el mismo paquete genético que la inteligencia.