Los médicos aseguraban que no entendías nada, que quizá ni siquiera pudieses escucharme, pero yo no dejaba de hablarte, como en los viejos tiempos cuando me decías que te ponía loca la cabeza. Esa frase tuya me ha hecho pensar muchas veces que quizá la culpa de todo, de absolutamente todo, fuera mía.

No te negaré que he llorado mil veces en mi habitación cuando no podías verme. «Los chicos grandes no lloran», me decías, cuando llegaba con los mocos colgando y los ojos hinchados tras alguna de las peleas en las que día sí, día también, me veía envuelto en el patio del colegio. «Los valientes, como nosotros, sólo se permiten las lágrimas que podemos contar con los dedos de nuestras propias manos», insistías.

A mí me daba cierta envidia ver a los chicos por la calle de la mano de sus madres, chicos y chicas mayores que yo. «La gente decidida no se agarra a ninguna mano», asegurabas. «Como no te pierdas, como no tropieces, como no te caigas, jamás podrás encontrarte, avanzar o levantarte». A mí me parecía muy injusto que no me abrazaras como lo hacían muchas madres que dejaban a los niños en la escuela. El primer día, el segundo, el tercero, incluso, algunas lo hacían hasta finales de curso, pero tú me decías que me tenías que hacer un tipo duro, que todas las rosas tienen espinas y que no querías que esto me pillase por sorpresa.

Recuerdo cuando me pusiste la mano sobre el horno caliente, cuando cerraste el cajón mientras yo jugaba a sacar y meter las cosas sin orden ni concierto, como tú decías. Me acuerdo perfectamente de cómo le explicabas a la tía que los niños teníamos que meter los dedos en los enchufes y tardé como dos minutos en hacer lo propio. Yo sólo quería complacerte, pero nunca supe si estaba a la altura, nunca supe si fui suficiente.

Al principio, cuando todo empezó a cambiar, sin que yo apenas me diera cuenta, me enfadaba. Tú, que todo lo sabías, tú, que todo lo controlabas, llegabas a la cocina y no sabías a lo que ibas, metías los calcetines en el frigorífico, no sabías dónde dejabas nada y me acusabas a mí de habértelo cambiado de sitio. Olvidabas cómo hacer la comida, cómo enchufar la lavadora o el lavavajillas, no podías recordar el nombre de las cosas más sencillas y cotidianas. Así que empecé a poner etiquetas a todo, con su nombre, con indicaciones claras del uso de cada aparato, señalando cada estancia. Al principio, sólo al principio me enfadaba, porque tú no podías recordar qué había pasado, si te había hecho tu comida favorita, qué película habíamos visto, si habíamos escuchado tu canción, pero el sentimiento de alegría o tristeza ante mi reacción, ése sí permanecía.

No recordabas ninguna fecha, ninguna cita, olvidabas tu cumpleaños o el mío.

Después fue aún peor, era a mí a quien no recordabas. Tu mirada dejó de ser tu mirada. Tus palabras, que siempre habían tratado de encerrar lecciones, sólo preguntaban desconcertadas, preguntaban lo mismo una y otra vez. Me decías que querías ir a visitar a tu madre, fallecida hacía diez años. Me explicabas que querías abrazarla antes de que fuera tarde, habías olvidado también que no hay que abrazar a la gente por si algún día te falta, no te vaya a doler, o por si tienen espinas, no te vayas a pinchar.

Así que yo te abrazaba y no soltabas mi abrazo, me agarrabas con fuerza por todos los abrazos que nos habíamos negado, aunque en el momento más inesperado me preguntases quién era yo, aunque olvidases en ese abrazo, que sólo podemos permitirnos las lágrimas que podemos contar, una sola vez, con los dedos de nuestras dos manos.

«Abrázame como si no supiésemos hacer otra cosa. Abrázame como si no fuera tarde», susurrabas en esos primeros y últimos abrazos.