El Día de la Mujer llega pocas semanas después de la trifulca que ha originado en las redes sociales la periodista Samanta Villar al quejarse de que la experiencia de la maternidad no era lo maravillosa que había esperado. Su visión de la realidad que se impone con la crianza resultaba un poco ingenua, teniendo en cuenta que los niños vienen al mundo sin botón de apagado y dan trabajo 24 horas al día, pero tampoco entiendo que sus comentarios pudieran ofender tanto a las mujeres que han salido a criticarla. La disputa me ha recordado las conversaciones que oía de pequeña a mis vecinas, cuando comentaban las noticias de la actualidad que llegaban a su pequeño universo. Las lecciones aprendidas de aquel parloteo de las tardes de costura, cuando las mujeres aún zurcían los calcetines metiendo dentro un huevo de madera tan pulido por el uso que parecía de piedra, me han resultado muy útiles a lo largo de mi vida. Entre puntada y puntada, en aquellos corros se hacía repaso a las novedades de la familia, del barrio y del pueblo sin ningún tipo de contemplaciones.

Y que yo recuerde lo peor que entonces podía hacer una madre para perder su reputación era dejar salir a sus hijos a la calle durante la hora de la siesta. García Márquez retrata muy bien cómo era el silencio de los pueblos desiertos durante las horas malditas que se hacían interminables a los niños insomnes. Aquello resultaba un suplicio, porque si no eras capaz de dormirte, tenías que pasar el tiempo mirando al techo o la pared hasta que los mayores se despertaban y podías dejar de comportarte como una estatua, aunque al final te dormías de puro aburrimiento.

En compensación, una vez levantado el toque de queda podías escaparte a la calle o al campo y moverte con absoluta libertad sin dar cuentas a nadie hasta el anochecer, siempre que no tuvieras hermanos más pequeños a los que vigilar, porque en ese caso había que cargar con ellos. Los padres no debían ser conscientes de la cantidad de peligros que acechaban a sus hijos o los consideraban capaces de cuidarse de sí mismos. El caso es que nunca vi a ningún compañero de juegos ni a ninguno de mis primos con un hueso roto. Tampoco había servicio de urgencias al que acudir y, cuando alguien se hacía una brecha, como mucho lo llevaban al prácticamente para que le cosiera la herida.

Como la disciplina familiar obligaba a las niñas a cuidar de sus hermanos, quien y más y quien menos sabía con qué se iba a encontrar cuando le tocara criar a sus propios hijos. Por eso mi generación trató de aplazar la maternidad todo lo que pudo y después se las ingenió para acallar la mala conciencia ante las críticas del entorno familiar. Como no era posible tenerlo todo, estábamos dispuestas a cargar con la mala reputación a cambio de hacer lo que nos gustaba. Éramos conscientes de que el mundo estaba hecho para los hombres y teníamos claro que había que bregar con lo que íbamos encontrándonos en cada momento.

Ni siquiera se hablaba todavía de la conciliación de la vida familiar y laboral, que muchas madres veían como una obligación añadida a su agenda, por no decir un cargo de conciencia con el que también tenían que cargar.

Por el contario, ahora las madres se apuntan a las nuevas corrientes de la crianza que propugnan la libertad absoluta del recien nacido para comer, dormir y despertarse cuando le viene en gana. Los niños son los que imponen las reglas a los padres, que viven día y noche sometidos a la tiranía de sus horarios y pendientes de las etiquetas de todo lo que compran para asegurarse de que no se les cuela en la nevera alguna sustancia prohibida.

Hace poco leí a una escritora francesa que advertía del peligro de que las madres más formadas se sientan obligadas a convertir a sus hijos en «la obra maestra de su vida». Son las primeras que no han encontrado barreras y que han trabajado sabiéndose superiores a muchos de sus compañeros varones. Sin embargo, la maternidad les deja desvalidas ante sus propias exigencias.