La igualdad de derechos entre hombres y mujeres ya es, en el terreno discursivo, un valor y una aspiración con total legitimidad. Según datos del CIS, el 95% de la ciudadanía está a favor de su consecución» (1), afirma Nuria Varela. Las reacciones ultraconservadoras y machistas que observamos por doquier son la respuesta a una larga contienda que el machismo está empezando a perder. Nunca hemos asistido a un despliegue tan numeroso de manifestaciones públicas de índole muy diversa, a favor de la igualdad. Sin embargo, cuando descendemos a situaciones concretas las cosas cambian considerablemente.

Por ejemplo, pocos gobernantes demócratas defenderán abiertamente la desigualdad de salarios (aunque el eurodiputado polaco ultraconservador Janusz Korwin-Mikke, insista en que somos menos inteligentes y más pequeñas que los hombres, luego tenemos que ganar menos), pero pocos son también quienes, cuando ejercen el poder, sean hombres o mujeres, avanzan para eliminar eficazmente la brecha salarial. La retórica de la igualdad no se corresponde casi nunca con la implantación de políticas concretas que la promuevan, en casi ninguna de las áreas que analicemos.

Y esto porque, además de las inercias institucionales, que priorizan a los hombres, el inconsciente de todos, hombres y mujeres, es profundamente patriarcal, e insiste en la repetición.

En el campo de la cultura, que es el que quiero tratar aquí, las mujeres serán mucho menos citadas que los hombres en cualquier texto escrito. Ya no se nos puede objetar el consabido estribillo de que no había mujeres en la tradición de la disciplina que se trate, de que aún no las hay, pues como demuestra la investigación feminista al sacar a la luz las aportaciones de las mujeres a la ciencia, a la literatura o a la filosofía, entre otros campos, lo que sucede es que se las ignora. Solo tienen que molestarse en seguir estos estudios para comprobar las contribuciones de las mujeres en la historia (2). Sin embargo, seguiremos estando poco presentes en conferencias, en mesas de trabajo, en los jurados de los premios de cualquier disciplina o, por supuesto, entre los galardonados con esos premios. Y esto independientemente del género de quienes organicen esos actos.

Las mujeres están ausentes en los libros de texto que forman a nuestros hijos e hijas, y desaparecen de la historia y del canon con una sospechosa facilidad de prestidigitador. Como muestra este elocuente dato: en la edición de ARCO 2016, el porcentaje de mujeres artistas que expusieron obras fue de apenas un 24,3% frente a un 75,7% de hombres.

El inconsciente es machista y sexista, insisto, porque se formó a partir de un lenguaje patriarcal que aún no podemos matizar suficientemente para que incluya a las mujeres; porque incorporó relaciones familiares donde la dominación masculina y el privilegio epistémico del varón eran la norma; porque reproduce involuntariamente una cultura donde la mujer ocupó siempre lugares subordinados. Todo esto construyó nuestros mecanismos más íntimos, y configuró la subjetividad de hombres y mujeres al modo convencional. De ahí que, en la lucha por la igualdad, el escenario de la batalla haya de ser tanto interno como externo. Porque no se trata solo de cambiar nuestra conducta racional aplicando voluntad y cognición, sino de vigilar una disposición inconsciente automática, irracional y a menudo sutil, que persiste en actitudes en las que quizás no nos reconozcamos, tan contrarias pueden llegar a ser respecto a nuestra representación consciente. Es por eso que la auto-vigilancia tiene que ser estricta, porque la identificación de las inercias no es fácil, y porque el patriarcado cuenta con un temible cómplice interior. Un cómplice con quien en algunas cuestiones es difícil negociar, que nos llena siempre de contradicciones. Un cómplice que ríe los chistes machistas, por ejemplo, o que educa de forma diferente en las tareas domésticas a nuestros hijos que a nuestras hijas.

Todo ello, a nuestro pesar.

Luchar a favor de la igualdad no puede conseguirse, por tanto, si no luchamos al mismo tiempo contra la ignorancia, porque los lugares comunes de nuestra cultura, sus automatismos más arraigados, son patriarcales, y en la adhesión a ellos se expresa nuestro inconsciente.

El sistema patriarcal, y la dominación masculina consecuente, están lo suficientemente estudiados (como sucede también con el cambio climático) como para considerarlos una descripción de la realidad que no pertenece al campo de lo opinable, sino de las verdades comprobadas. Sin embargo, desde la ignorancia se le interroga con cuestiones anecdóticas que muestran tanto la falta de lecturas como la inclusión inconsciente en los valores patriarcales de quienes lo objetan, así como su incapacidad para reconocerlos.

El heteropatriarcado funciona, por ejemplo, cuando se defiende que solo hay dos géneros, los niños que tienen pene y las niñas que tienen vagina, como afirma la ultraconservadora asociación Hazte Oír en el polémico autobús que tanto revuelo ha provocado. Hazte Oír ha confundido la anatomía con la identidad de género, ignorando el sufrimiento de quienes no encajan en esa división; la tasa de suicidios entre adolescentes homosexuales y trans es bastante más alta que entre la población general. Como acostumbran, una actitud nada 'cristiana' la de estos ultracatólicos.

Al patriarcado le molesta salir del binarismo hombre-mujer en el que se fundamenta, tiene dificultades para complejizar el mundo e incluir las diferencias que el mundo nos presenta, porque su lema ha sido y sigue siendo convertir estas diferencias en desigualdades. Por eso naturaliza las apariencias y se queda tan pancho; como hace el eurodiputado polaco que citamos arriba: las mujeres son más pequeñas y menos inteligentes, luego tienen que cobrar menos.

El inconsciente es patriarcal, insisto, tenemos el enemigo en casa, y la lucha por la igualdad es ardua. Parte de ella hemos de librarla hombres y mujeres contra nuestras involuntarias actitudes patriarcales. La otra, imprescindible, tiene como escenario la esfera pública. Contamos con una batalla ganada: la cultura de la igualdad es un ideal extendido, excepto para algunos dinosaurios que, desgraciadamente, aún consiguen gobernarnos, pero en el territorio de los hechos todavía queda mucho por hacer.

Hoy es el Día de la Mujer, el movimiento feminista reivindica la igualdad con una huelga de mujeres y con distintas campañas de apoyo a la movilización. Emakunde, el instituto vasco de la mujer, ha llamado a la suya La igualdad empieza por mí (3), y nos invita a proponernos objetivos tan sencillos como este: «Las cadenas de chistes machistas terminan en mí», en boca de un hombre; o «Yo no compro productos que se anuncien con publicidad sexista», en la de una mujer.

Lo personal es político, que decía Kate Millet. Y lo político se encarna en lo personal, consciente e inconscientemente.

Que todos los días sean 8 de marzo.