Todo el mundo conoce ya el elegante gesto de fair play ('juego limpio') del tenista suizo Roger Federer durante su partido de la Copa Hopman frente al joven tenista alemán Alexander Zverev, en Perth (Australia), el día 4 de enero. Federer restaba con 15-0 en su contra, luchando por completar el primer set a su favor. Zverev falló su primer saque, según la juez del partido, pero Federer, con una sonrisa, dijo: «Justo», y Zverev le preguntó: «¿Cuánto de justo?». Respuesta del suizo, muy sonriente: «Muy justo». Entonces el alemán pidió el 'ojo de halcón', y éste desveló que, efectivamente, el saque había sido bueno: justo en la línea.

Federer perdió no sólo ese primer set, sino también el partido (7-6 (1), 6-7 (4), 7-6 (4)), pero, una vez más, se ganó el respeto del mundo del tenis por su admirable deportividad y honestidad.

Hoy como ayer, ¡qué difícil es encontrar un hombre honesto y veraz! El filósofo español Ortega y Gasset expresaba así esa dificultad: «La especie menos frecuente sobre la Tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago, los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los 'sabios' (?) ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos, que me ahogo!».

Ciertamente, son muy pocas las personas que cultivan esta hermosa virtud: la veracidad, sinceridad y autenticidad; la coherencia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos. Hoy necesitamos hombres y mujeres que antepongan la verdad (y el bien común) a sus propios intereses (aunque sean legítimos), a su afán de éxito o prestigio, poder, dinero o placer. A veces, la verdad nos 'escuece', nos rompe los esquemas, nos interpela: «La verdad, querido hijo, no se acomoda a nosotros, sino que somos nosotros los que debemos acomodarnos a ella» (carta de M. Claudius a su hijo Juan). Pero es un camino en el que siempre encontramos la alegría: «Nunca creas en ninguna verdad que no lleve consigo, al menos, una alegría» (Nietzsche).

Nuestra cultura (occidental) está muy marcada por dos actitudes ante 'el problema de la verdad': el escepticismo y el relativismo. El escepticismo sostiene que no hay verdad: no podemos estar seguros de nada, hemos de dudar de todo. El relativismo considera que toda verdad (y todo bien) es relativa: no hay verdades objetivas y permanentes (salvo, quizá, las científicas), ni valores o ideales que sean universalmente válidos: para todos los hombres de todas las culturas y épocas. Así lo expresaba el estribillo de una canción: «Depende, todo depende: según cómo se mire, todo depende». En realidad, como decía el teólogo alemán Ratzinger (Benedicto XVI), estamos sometidos a «la dictadura del relativismo», aunque nuestra sociedad sea abierta y nos parezca muy 'libre' y tolerante.

Una tarea urgente: recuperar el 'interés por la verdad', amarla, buscarla con ahínco, proponerla con convicción (la verdad se propone, no se impone) y ser fieles a ella, aun siendo muy conscientes de nuestras limitaciones, contradicciones y miserias personales.

Ahora bien, nadie puede estar en posesión de la verdad completa. La verdad no se busca en solitario, sino mediante el diálogo, en la convivencia cordial con todos: «¿Tu verdad? No, la verdad. / Y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela» (Antonio Machado).