Me gusta tomarme el café mientras lo observo a través de la ventana. Suele ser así los domingos, en los que la prisa no nos acompaña.

Amanecemos haciendo el amor. Nada ha podido variar esa costumbre. Nunca nos hemos acostado disgustados. Jamás protesta cuando lo despierto en tan sagrado día, como a mí me gusta, como él sabe. Después, seguimos durmiendo o no, nos abrazamos, nos miramos y bromea: «¿Recuerdas cuando te decía que quería amanecer así cada día? Era mentira». Y nos besamos, como él sabe, como nos gusta. «Nunca nadie, como a ti a nadie», le repito yo. Se diría que ésta es nuestra manera de rezar, con el sabor del otro aún en la boca.

Es un domingo soleado. Está sentado en el balancín del porche, sin mecerse, tiene la cabeza recostada sobre la pared, su estatura hace que sobresalga bastante del respaldo. El sol le da en plena cara. Aún lleva la camiseta a la que he estado abrazada toda la noche, la que huele a los dos y apenas unos calzoncillos más lo cubren.

El muy idiota dice que es feo y yo no he visto nada igual, jamás he contemplado nada más bello. No cambiaría ni una de sus facciones. El pelo negro, fuerte, con la parte de arriba más larga que el resto. A mí me gusta retirarle el flequillo, sostenérselo mientras lo beso y mirar sus ojos pequeñitos, con un poso de tristeza, ojos que desaparecen cuando sonríe. Siempre sonríe como avergonzado. Tiene facilidad para sonrojarse y cuando lo hace a mí se me sale del pecho el corazón. Estoy completamente loca por él, después de tanto tiempo esto es realmente vergonzoso.

Apenas tiene pestañas y a mí me gusta más con barba, como ahora. Sin ella parece un niño y no sé, creo que se acentúa nuestra diferencia de edad. Dicen que la barba alberga no sé cuántos microbios o más, pero a mí esa barba me ha dado la vida. Adoro tocarla, besarla, mesarla, aunque me provoca algún que otro herpes labial y me irrita la nariz y la barbilla, también es cierto.

El mundo sigue sin ser perfecto, pero él me mira así, me habla así, me besa así y todo parece un poco más bonito, todo va algo mejor.

Hay sueños de muchos tamaños y el mío, que ocupaba el espacio exacto del segundo cajón de mi mesilla lleno de sus calcetines, se ha cumplido. En ese cajón yo guardaba un pequeño neceser con su cepillo de dientes, el cepillo viajero, que yo llevaba a nuestros encuentros cuando aún éramos un secreto. El pequeño neceser contenía también la factura del primer hotel que visitamos, una caja de preservativos que nunca llegamos a estrenar y un montón de esperanzas, de deseos, de deseo.

Sigo mirándolo a través del cristal. Qué precioso es. Sus labios son oscuros, sus dientes pequeños no guardan el orden establecido, son perfectos y blancos en su desordenado baile. Dos líneas, más que hoyuelos, enmarcan su sonrisa. Me gusta tocarlas.

Su cuerpo recuerda que hizo deporte y agradece que su trabajo sea físico. Me gusta mucho este chico de barrio, de un barrio al que a las niñas bien se nos recomendaba no acceder, algo así como el bosque del lobo, lleno de lobos. Un barrio en el que muchos no lograron alcanzar la edad que él tiene ahora. Un barrio del que él ha salido con la bondad intacta.

A mí me encanta escuchar sus amargas historias, tan dulces en su boca, mezcladas con recuerdos alegres de un niño especial, un niño bueno, que vio y vivió más de lo que debiera, pero al que todo aquello no le pesa. Admiro su capacidad para digerir todo aquello, admiro la persona que fue, la persona que ha resultado ser.

Se me ha enfriado el café. Sirvo dos más y salgo al porche con él.

­-Te quiero ­-l­­e digo sin más.

­-Yo más y lo sabes.

­-Conmigo no compitas, que te arranco la cabeza. Anda, toma, que se enfría.

Aparta el café y me atrae hacia él, me sienta en sus rodillas, como si la niña fuese yo. Le digo:

­-A mí no me hagas más feliz, que sólo escribo cursiladas.

Desobedece, me besa y me sigue haciendo feliz.