CC OO y UGT exigen una revisión de los salarios que les permita recuperar parte del poder adquisitivo perdido en los últimos años, como consecuencia de la crisis financiera internacional y de la gran recesión provocada por la misma. La patronal sigue reclamando moderación salarial, para mejorar la competitividad de la economía, de forma que ésta pueda crecer y ser capaz de continuar creando puestos de trabajo.

Las manifestaciones promovidas por los dos grandes sindicatos de trabajadores el domingo 19 de febrero, con la finalidad de preparar la negociación salarial para 2017, me sugieren una reflexión genérica sobre el funcionamiento del mercado de trabajo.

A finales del pasado siglo, constatado que el nivel de desempleo en los países europeos era relativa y persistentemente elevado en comparación con el estadounidense, se empezó a atribuir tal diferencia a las distintas regulaciones de los mercados de trabajo. Los europeos eran demasiado 'rígidos', frente a la 'flexibilidad' de los anglosajones.

Puesto que las palabras 'rígido' y 'flexible' se citan tantas veces para caracterizar a un mercado de trabajo, conviene aclarar qué se entiende por cada una de ellas al utilizarlas en este ámbito. Podemos decir, con Alfredo Pastor, que «en general, cualquier impedimento a la libre contratación entre las partes, empresa y trabajador, se interpreta como un elemento de rigidez del mercado laboral». En otros términos, las limitaciones al despido, a la regulación de los horarios o del calendario laboral, duración de la jornada, establecimiento de un salario mínimo, existencia de una prestación por desempleo, etc., son rigideces que impiden un correcto funcionamiento de este mercado, porque distorsionan el libre funcionamiento de la oferta y la demanda de trabajo, lo que estaría en el origen del desempleo.

Esta es la tesis de la teoría económica basada en el equilibrio walrasiano, según la cual la existencia de un desequilibrio en un mercado está causado por el desajuste entre la oferta y la demanda y, necesariamente, ha de ser transitorio, ya que se resolverá automáticamente si dejamos a los precios actuar en libertad, que bajarán cuando exista un exceso de oferta, o subirán cuando el exceso sea de demanda. En el caso del mercado de trabajo, si existe desempleo, dado que la oferta es mayor que la demanda, habría que bajar los salarios y se resolvería el desempleo. Esta concepción implica considerar al mercado de trabajo como a otro mercado en el que se intercambie cualquier tipo de mercancía.

Apoyándose en esta teoría, algunos economistas defienden la desregulación del mercado de trabajo, mediante reformas estructurales, que lo hagan más 'flexible'. Puede comprobarse sobradamente (la última reforma del mercado de trabajo español es buena prueba de ello) que, en la medida en que estas reformas tienen lugar, cambia el equilibrio de poder entre el capital y el trabajo, y las consecuencias siempre son salarios bajos y empleos precarios.

Pero los efectos van más allá de los ya citados. Resulta inevitable que, al hacer que los mercados de trabajo sean más flexibles y dinámicos (facilitando, por ejemplo, el despido) exista una mayor rotación laboral, lo que obstaculiza el desarrollo de una economía auténticamente innovadora, de corte schumpeteriano, dedicada a la producción de bienes y servicios complejos, intensivos en conocimiento.

La mayor rotación del personal, al que forzosamente conduce un exceso de flexibilidad, dificulta la acumulación de conocimiento, particularmente cuando éste es específico de la empresa, no está suficientemente bien documentado o en el que la experiencia personal resulta muy importante. Una mayor rotación hace que la inversión en formación sea menos atractiva, que la 'cultura empresarial' sea más débil o que se pierda la 'memoria histórica' de la organización, al tiempo que resulta muy fácil que desaparezca la lealtad y el compromiso de los trabajadores con su propia empresa, ya que no sienten que lo sea.

Por tanto, más allá de la precarización del trabajo y del aumento de la pobreza que provoca, la mayor parte de las reformas estructurales de los mercados laborales perjudican la innovación y, por tanto, la productividad de la economía. Podríamos decir que la teoría walrasiana, aplicada al mercado de trabajo es, al menos, correcta en algún sentido: combinar la desregulación de este mercado con la moderación salarial que conlleva, termina por generar más puestos de trabajo. Otra cuestión es qué tipo de empleos fomenta. Un buen ejemplo de cómo se perjudica la productividad lo tenemos no sólo en la reciente reforma de nuestro mercado de trabajo, sino también en la realizada en el alemán en los primeros años de la primera década del siglo XXI, dando lugar a que la tasa de crecimiento de la productividad alemana se redujera a la mitad. Quizá más trabajos, pero, seguro, menos innovación.

Por ello, hay empresarios (buenos empresarios que, lógicamente, quieren obtener más beneficios) que consideran que algunos elementos que, desde una perspectiva neoclásica, se consideran rígidos, no tienen por qué ser ineficientes. Antes al contrario, pueden preferir tener empleados más satisfechos pagándoles un salario superior, con la finalidad de no incurrir en un problema de selección adversa, y poder contar con trabajadores más cualificados, capaces de mantener un mejor clima laboral y ser más productivos. A este respecto, es muy ilustrativa la frase atribuida al magnate Henry Ford: «Sólo hay algo más caro que formar a las personas y que se marchen; no formarlas y que se queden».

No obstante, de todo lo anterior tampoco debería concluirse que no es necesario analizar en profundidad y correctamente el funcionamiento de este mercado y ver qué reformas necesita el mismo, dado que (a la vista está), el nivel de desempleo es insultante e injustamente elevado, siendo la primera, aunque no la única, causa de la notoria desigualdad. Lo que sí significa es que no caben los planteamientos simplistas que parecen conducir, de forma inevitable, a confundir la flexibilidad con la demonización del mundo sindical, la negación de la negociación colectiva, la precariedad y los bajos salarios.

Es razonable desear que la economía española aspire a competir con la internacional, pero en calidad, como hacen nuestras mejores empresas, más que en precios bajos fundamentados en sueldos de miseria, pero para ello hace falta innovar y ser más productivos, lo que está reñido con el mercado de trabajo que algunos desean.

Y es que el mercado de trabajo no es como el de hortalizas.