Como mínimo existen dos primaveras. La oficial y la natural. Lo sabemos muy bien en Cieza. La primera la marca el calendario; la segunda, el despertar de la naturaleza. Una está marcada por una fecha en el almanaque, el 21 de marzo (cuando el día y la noche se igualan); la otra, por la eclosión de los campos en flor.

En mi pueblo, los árboles siempre se adelantan al calendario. Como si los melocotoneros, albaricoqueros y ciruelos tuvieran prisa por renacer después del letargo invernal. Desde febrero, un manto blanco, rosado, fucsia, lila, multicolor, cubre los huertos junto a los meandros del río y las faldas del monte, o las extensas tierras, donde se pierde la vista, de los nuevos cultivos. Desde febrero, en Cieza, al placer de callejear por la ciudad se une el de caminar por sus campos, cuando están los frutales en flor. En febrero, en Cieza, se consagra la primavera. «Tan bella y dulce cuando llega», en palabras de Machado.

Se ha dicho, y no es ninguna exageración, que la floración es un regalo para los sentidos. Lo es desde luego para la vista cuando despliega su paleta de colores bajo el azul intenso del cielo. Pero también para el olfato, con ese olor a pétalos recién creados, a savia desbordante de vida; o para el paladar, que anticipadamente saborea el fruto que pronto llegará.

Como Monsieur Jourdain, que había estado hablando en prosa toda su vida sin saberlo, hasta que un maestro de gramática se lo descubrió, los ciezanos hemos estado disfrutando de un evento de la naturaleza único casi sin darnos cuenta, con la misma naturalidad que respiramos, nos bañamos en el río o subimos al pico de la Atalaya a contemplar el pueblo. Hasta que alguien vino a ponerle nombre a ese acontecimiento y vimos, con los mismos ojos, pero una mirada distinta, el regalo que la naturaleza nos brindaba. Vimos, con Miguel Hernández, que la «tierra callada, el trabajo y el sudor/ unidos al agua pura y a los planetas unidos» daban algo más que un bello fruto. Que también traían la hermosura de unos troncos retorcidos y la belleza colectiva de las ramas revestidas de colores.

Desde entonces, queremos compartir con los demás esta consagración de nuestra primavera. La magia de una floración que durante varias semanas modela nuestro paisaje, lo hace único, singular. Quizá sea en el paraje del Horno donde el espectáculo alcanza su más alta expresión. Allí donde los frutales florecidos se ven rodeados por espartizales también en flor, montes salpicados de pinos, y atravesados por el río Segura, que todavía serpentea, recién salido del Cañón de Almadenes.

No faltarán estos días actividades para disfrutar de Cieza en flor. Por 'tierra, río y aire', como le gusta decir al alcalde. Excursiones, rafting, globo aerostático, gastronomía, música... Todo lo que pueda atraer a 'cualquier ciudadano del mundo'. En cualquier caso, independientemente de lo que cada uno elija, no deje de tomarse, después de la caminata, un vino o cerveza con unas olivas enteras o 'partías' del pueblo, de la mollares de toda la vida. Las que amarguean pero alegran el aperitivo.

Y sobre todo no olvide que la floración es tanto más hermosa cuanto que es efímera, perecedera. Recuerde que se va a encontrar ante un cuadro de colores cambiantes programado para desvanecerse en semanas, días, horas. Como la rosa de Ronsard, tiene los días contados y hay que disfrutarla. No esperemos, pues, a mañana para libar toda la belleza que la naturaleza renacida despliega ante nosotros. Y vengan a ver lo que quizá nunca hayan visto.