Como en la canción, veo africanos por la Gran Vía, oigo hablar en ruso en el supermercado, sé de ucranianos que trabajan en nuestras empresas, en clase hay estudiantes con pañuelo y razas variadas, en los bares bailan los cubanos... Es, sin duda, una auténtica hermosura. Cuando el mundo parece que se vuelve excluyente para quienes no son exactamente como tú, me reconforta ver como Murcia es cada vez más mestiza, y aunque subsisten denigrantes situaciones en las condiciones de vida de los trabajadores del campo o la construcción, quiero pensar que la convivencia y la tolerancia se abren paso entre nosotros. O por lo menos eso percibo, espero que no ingenuamente.

En el preñe de mil lenguas y costumbres podemos comprobar que nuestra tierra, nuestra propia realidad o nuestras identidades, no son más que anécdotas insignificantes en el seno del marasmo de culturas y personas que en realidad pueblan el planeta y entre las cuales somos sólo depositarios de una ínfima parte del acervo cultural colectivo.

Desde la contemplación de la inmensidad mestiza de la tierra muchos conceptos pasan al terreno de lo anecdótico, cuando no de lo ridículo: el nacionalismo, que olvida lo que tiene de positivo en cuanto aportación cultural enriquecedora del acervo común y se centra en la defensa patética de una identidad artificialmente segregada; el racismo, que deifica el color o los rasgos de una mínima parte de la humanidad por el sólo hecho de vivir en la vecindad de uno mismo; la intolerancia moral, que niega el hecho de que lo que aquí es moral allá está prohibido y lo que aquí es inconcebible allá es obligatorio.

Sin embargo el racismo anida en lo más profundo de nuestras conciencias. En toda Europa los partidos de la 'nueva' extrema derecha obtienen cada vez mejores resultados que se sustentan sobre la base de un discurso demagógico que culpa a los trabajadores inmigrados de las dificultades y el paro en las economías nacionales. Tenemos cerca (y de hecho estamos en ella) una Europa asustada por el incierto escenario económico que dibuja para nuestros propios países una economía cada vez más mundializada, en la que campan los nacionalismos exacerbados y los más enquistados conflictos, con una clase política incapaz de trasmitir confianza y seguridad en el futuro, atenazada por una crisis moral y de conceptos que impide ver nítidamente el papel de Europa en el mundo una vez superada la 'cómoda' situación de conflicto que suponía la guerra fría y que permitía un análisis simple de buenos y malos, aliados y enemigos.

En la madeja de esta incierta Europa que encara el siglo veintiuno, la confusión se instala fácilmente en los corazones, y los discursos demagógicos, maniqueos, fáciles, idiotas de tan simplones, dirigidos al miedo de la gente, ganan terreno con una facilidad pasmosa. Y el racismo, disfrazado de sincera preocupación por el bienestar de 'los nacionales', va directo a la confusión de la gente a través del abuso consciente de sus emociones más primarias.