Por lo que parece a los partidos políticos les ocurre como a las cadenas de televisión: que a fuerza de contraprogramarse terminan ofreciendo todas lo mismo mientras se consuelan porque ninguna consigue sacar ventaja. El hecho es que casi todos los partidos acaban de celebrar o lo harán en breve sus congresos con sorprendente cercanía. Y si hubiera que juzgar (cosa que ciertamente nadie hace) por las declaraciones de los políticos, todos llevarían semanas reflexionando sesuda y concentradamente sobre «las ideas y las soluciones a los problemas reales de los ciudadanos», porque ya llegará el momento de pensar en los nombres y los cargos.

No merece la pena insistir en la inverosimilitud de esas evasivas prefabricadas, tan torpes como previsibles. La realidad se deja ver de inmediato: las ideas y las soluciones se parecen cada vez más y apenas cabe distinguirlos entre sí, pese a la enfática hinchazón que ponen en sus antagonismos. De hecho, podría parecer que la deliberada coincidencia persigue la visibilidad de las diferencias, pero también podría ser que (tal vez inconscientemente) pretendiera ocultar precisamente la escasez de diferencias.

Es difícil reivindicar la singularidad cuando los conservadores aprueban leyes LGTB que arrancan lágrimas de emoción a los activistas más osados, los progresistas apuestan por la estabilidad que tranquiliza a los inversores, los jóvenes rupturistas apelan a regímenes e ideales revolucionarios de sus abuelos a principios del siglo pasado, y los de centro dicen que ellos son el equilibrio sosegado que coincide con casi todos en casi todo.

Lo cierto es que las discrepancias se reducen al grado de expansión del Estado y de los servicios públicos con la consiguiente deuda, aunque no pocas veces son los conservadores los que sobrepasan a sus opositores en entusiasmos estatalistas. Y es que unos y otros comparten estrategia política: satisfacer demandas y contentar reivindicaciones, aunque no siempre coincidan en sus destinatarios preferentes. La política entre nosotros se ha reducido a la satisfacción organizada y tan masiva como sea posible.

En nuestro país se ha hecho realidad aquella chanza de Churchill cuando dijo que prefería cambiar de partido para no tener que cambiar de ideas, porque lo contrario, tener que cambiar de ideas para no cambiar de partido, se ha hecho innecesario. Aquí casi con las mismas ideas (preferentemente ninguna) se puede estar en cualquier partido sin apenas modificar nada más que arreglos de peluquería y vestimenta o las querencias internacionales.

Pero cuanto más asimilables se hacen los idearios, más enconadas se hacen las discrepancias, porque la política ha devenido espectáculo competitivo y las ideologías se han reducido a muy poco más que afinidades sentimentales. Así que cuanto más se parecen los partidos más se detestan sus partidarios y menos capaces se sienten de convivir entre sí. Y es que al mismo tiempo que casi todos piensan casi lo mismo, menos sentido común y en común comparten.

El resultado es que la política deriva en rivalidades entre hinchadas forofas y pasionales, porque lo político se ha reducido a un tribalismo competitivo con apetitosos menús de ventajas y prebendas dispuestas para los vencedores. El marketing de los colores corporativos se ha convertido en la cosmética diferenciadora entre gemelos que, por eso mismo, se vuelven maniáticos de unas diferencias inapreciables.

Tal vez por todo lo anterior, cuando unos pocos se adhieren a idearios realmente diferenciados lo hacen radicalizando tales ideas y declarándolas innegociables, incluso con la realidad misma aunque ésta cambiara o lo requiriera. Nuestros idealistas son hombres poco inclinados a contrastar las ideas con los hechos, o lo mejor con lo posible, o el bien deseable con el mal evitable. Así que estas minorías ideologizadas se comportan como las facciones ultras de las hinchadas: irreductibles, con querencias belicosas y mucho menos capaces de una convivencia común.

No puede sorprender que esa bipolaridad tan hispánica (aunque universal) haya sido objeto de guasa en los escasos pero memorables momentos de lucidez autoconsciente: lo nuestro va de multitudes cuya ciudadanía no se diferencia mucho de una panza que tranquilizar, como la del buen Sancho, o de minorías cuasi demenciadas por utopismos quijotescos, como los del famoso hidalgo, aunque ahora con frecuencia encanalladas en versiones revolucionarias o reaccionarias. El ridículo y el sentido del humor es la prueba que peor soportan las verdades mal pensadas.

Lo que llamamos populismo es la mezcla sin atemperar entre multitudes insatisfechas y liderazgos promisorios y radicalizados, propiciada por un sistema que ha dejado de satisfacer las demandas y aupada por el merecido repudio de unas elites políticas estandarizadas e intercambiables. Pero donde está la perdición ronda la salvación, porque el veneno y la medicina tienen los mismos componentes.

De hecho, nos hacen falta políticos con ideas alejadas de los mantras de la corrección y capaces de renovar los idearios de sus partidos con genuinos ideales políticos, pero con un intenso sentido cívico de la convivencia y el respeto de los discrepantes. Y también resulta urgente que las multitudes ciudadanas atentas a las satisfacciones que les depara lo público puedan levantar la cabeza y mirar más allá, para que entre ambos crezca un cierto sentido común, capaz de suscitar también un cierto sentir común, por elemental que sea, como ocurrió entre el delirante hidalgo y el ramplón escudero.

Esa forma de mutua mejora es, dice el filósofo Shaftesbury, «debida a la libertad, por la que nos afirmamos los unos a los otros, y limamos nuestros ángulos y lados ásperos, mediante una suerte de colisión amigable. Eliminarla es inevitablemente como oxidar la inteligencia humana y destruir la civilidad bajo el pretexto de conservarla».

Necesitamos la colisión amigable entre idealistas dispuestos a cambiar el mundo pero sin sojuzgar contrincantes, y pragmáticos atentos a las soluciones posibles pero sin olvidar las deseables. No sé si es mucho esperar ahora que los partidos se reúnen para elegir sus máximos órganos entre congresos, que el máximo órgano durante el congreso haya sido el cerebro guiado de la buena voluntad para imaginar mundos mejores que no requieran la eliminación o la ignorancia de los adversarios. No está en juego solo la suerte de nuestra vida política, porque estos son tiempos, como decía Churchill de los suyos, de grandes acontecimientos protagonizados por gentes pequeñas, muy pequeñas.