Recuerdo a menudo a Camille, la chica de sexto curso. Nuestra clase había permanecido invariable desde primero y aquel 9 de marzo llegó la francesita con sus ojos enormes del mismo color que los pupitres y sus manos temblorosas, iluminando la clase por completo.El maestro la puso frente a nosotros, junto a la pizarra y el mapa deEuropa y nos dijo: «Os presento a vuestra nueva compañera, Camille, viene de Cordes-sur-Cielen Francia (esto lo dijo señalandoFrancia en el mapa y mirándonos por encima de las gafas, como si a esas alturas alguno desconociese donde estaba situado el país vecino) y apenas chapurrea español. Espero que la ayudéis en todo lo que precise. Y, por los comentarios de los chicos en el recreo, estaba claro que deseaban ayudarla, mucho. La empollona de la clase echó a Gabriela de su lado y ordenó a Camille: «Asseyez-vous ici, s'il vous plaît». Con un marcado acento francés y altos dotes de mando y se convirtió en su sombra y en un obstáculo insalvable para cualquier tipo de acercamiento por mi parte. Ese 9 de marzo, llegó Camille y se esfumaron mis ganas de estudiar y de comer. Llegó Camille y lo llenó todo de flores, flores que no eran sino su nombre que yo escribía diminuto y hasta la saciedad en la última página de cada cuaderno. LlegóCamille y me olvidé de la colección de fútbol, de la de chapas y de la de caracolas y empecé a suspirar y a tocarme sin descanso, en cuanto me encerraba en mi habitación a no estudiar. Los sacapuntas de entonces no eran como los de ahora, que cuentan con un depósito para recoger los restos de lápiz. Nosotros teníamos que levantarnos a la papelera, situada en la esquina derecha, a un extremo de la pizarra y junto a la puerta del aula. No he sacado más punta en mi vida que cuando llegó Camille. Dejaba la punta bienafilada (igual que en mi dormitorio al recrearla) y cuando regresaba a mi mesa, me quedaba detenido, paralizado, mirándola a ella, a la preciosa Camille, hasta que las risas de mis compañeros me sacaban de mi ensoñación y ella, ella permanecía con la vista fija en su cuaderno o en su libro o escuchando atenta lo que la empollona le susurraba en el oído. Un día me armé de valor y escribí todo aquello que me estaba pasando, todo lo que sentía por mi amada Camille, en un papel. Fue así como empecé a escribir y, desde entonces, no he dejado de hacerlo. Tracé un plan. Me toqué. Cambié el primer plan. Me toqué de nuevo. Otro plan. Vuelta a los tocamientos. Así hasta llegar al plan Z y a la extenuación. Ypor fin llegó el gran día. Lo haría, hablaría con ella y le entregaría el papel. Después esperaría su respuesta rezando a todos los santos y todos los dioses en los que no se creía en casa y a los que, últimamente, yo no dejaba de acudir pidiendo un milagro de amor, entre paja y paja. Y si todo iba bien, mi preciosa Camille y yo iríamos a la chocolatería después del colegio. Haríamos los deberes juntos, ella miraría mis dibujos y mis poemas, acercándose mucho a mí y yo olería su cuello francés y blanco y, acaso, la besaría. No sé qué explicó ese día el de Matemáticas ni el de Geografía ni cualquier otro. Yo estaba echando cuentas de lo mío e imaginándonos con nuestros tres hijos, igualitos a ella, veraneando en Cordes-sur-Ciely besándonos en la boca, con las bocas abiertas. Salimos de clase. Su falda se movía junto a la de la empollona delante de mí. Yo llevaba la nota en la mano sudada con el papel humedecido y posiblemente, la tinta corrida. Avancé decidido. La empollona y la bella detuvieron el paso y choqué con mi preciosa Camille. Se le cayó la cartera. Nos agachamos a la vez. Su pelo me rozó. Su cabello olía diferente a cualquier otra cosa que yo conociese. Era mi oportunidad. Podía sentir la mirada de la empollona fija sobre mí. «Camille,votre crayon». Merci. Sonrieron todas las flores y Camille se alejó junto a la empollona, mientras yo recogía bajo la manga de mi camisa el papel del amor, como un mago que oculta su último truco. Acabó el curso y no logré hablar con ella ni tomar chocolate ni besarla con la boca abierta. Acabó el verano y Camille no regresó a la escuela. La empollona me abordó el primer día de clase y me entregó una nota, cuidadosamente doblada, a la orden de «Toma, retrasado». Era una nota que olía como el pelo de mi preciosa Camille y decía así: «Mevoy sin saber si acaso tú tampoco hablas español, chico de la quinta fila. Si algún día regreso, no hace falta que digas nada, pero bésame».