Ha tenido que producirse un hecho desgraciado (la muerte de una anciana en Cataluña por culpa de la pobreza energética) para que el incesante aumento del coste del recibo de la luz (y sus consecuencias sobre los sectores sociales más vulnerables) sea objeto de debate y alarma social, sobre todo al conocerse que el precio de este recurso básico es el cuarto más caro de entre los países de la UE.

Para empezar, nos resultaron ofensivas las explicaciones del ministro del ramo, Álvaro Nadal, que achacó estas escandalosas subidas, como hiciera Felipe II, a los elementos (meteorológicos, claro). Decía el ministro que el precio se dispara porque ha hecho mucho frío, y consecuentemente ha aumentado la demanda; porque no ha llovido lo suficiente en muchas zonas de España; porque el petróleo es más caro, y porque Francia, que ostenta el récord europeo de instalaciones nucleares, tiene muchas de ellas ´pasando la ITV´...

Pero Álvaro Nadal omite muchas cosas. No nos dice, por ejemplo, que sólo algo más de un tercio de nuestro recibo de la luz responde al consumo real y que hay una parte regulada, pero también otra liberalizada. La regulada incluye los impuestos, el coste del transporte de la electricidad, la compensación a zonas como Ceuta y Melilla, las renovables€ Pero la madre del cordero, que escapa a cualquier control, es la que está liberalizada, y se determina, según nos explica en un buen artículo Juan Carlos Escudier, mediante una subasta que antes era trimestral y ahora diaria. El mecanismo es el siguiente: las empresas generadoras ofertan la cantidad de megawatios (MW) que están dispuestas a poner en circulación. Al tratarse de una oferta y demanda, si esta ley funcionase con normalidad, de haber condiciones meteorológicas favorables y, al propio tiempo, baja demanda, el precio de la luz debería bajar. Pero no ocurre así. En la subasta, se ordenan de menor a mayor coste las empresas ofertantes. A coste cero, la energía procedente de instalaciones que se supone que ya están amortizadas, esto es, la energía nuclear y las renovables, seguidas de las centrales hidráulicas, las de gas de ciclo combinado y, por último, las térmicas de carbón, las más costosas. Y aquí viene la trampa: el precio final que se fija corresponde al de la energía más cara en entrar en el sistema.

Además, sería lógico pensar que, en esos momentos de baja demanda, sería suficiente con usar la energía de las nucleares y la renovables. Pero no ocurre así. Nos habrá sorprendido, al viajar por zonas con aerogeneradores que, en días de fuerte viento, la mitad del parque está fuera de funcionamiento. Como también sabemos que las nucleares, a veces, no operan a pleno rendimiento. La explicación es que las eléctricas se las arreglan para ofertar siempre por debajo de la demanda real, para tirar del consumo con las centrales térmicas o las de gas, algo más caras. La última reforma del ministro Soria, que penalizó las renovables, ha supuesto por ello, amén de un atraco a nuestros bolsillos, un notable incremento de las emisiones de CO2 a la atmósfera, que se cifra hoy en unos 77,4 millones de toneladas.

Otro camelo derivado de las supuestas ventajas del mercado libre es que se nos oculta que el llamado déficit tarifario, que se esgrime como justificación de la subida del recibo, no es sino producto de una irresponsable política de inversiones por parte de las compañías eléctricas, que llevó a aumentar, sin necesidad, la potencia instalada en España. Según Rodrigo Irurzún, de Ecologistas en Acción, en 2012 eran 106.295 MW, cifra que ha ido incrementándose hasta hoy: un informe de Red Eléctrica de España (REE) cifra en 107.481 MW la potencia instalada en 2015. Y lo que tampoco se nos dice es que gran parte de la producción va a los hogares franceses y alemanes, a los que vendemos electricidad más barata que la que consumimos aquí.

La liberalización del mercado eléctrico está diseñada para engordar las cuentas de resultados de las eléctricas a costa del bolsillo de las familias y pequeños consumidores, que pagan más cara la electricidad que las grandes empresas. Unos 56.000 millones de euros son los beneficios declarados desde 2008 hasta hoy por parte del oligopolio de cinco grandes empresas que son las que parten el bacalao.

Ante tanta indefensión por parte de la ciudadanía, la solución está en nuestra Constitución: la nacionalización del sector eléctrico. El artículo 128 estipula que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y que mediante una ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio y asimismo acordar la intervención de empresas. Pero no se hace.

¿Recuerdan lo de las puertas giratorias? Gas Natural, por ejemplo, premió la privatización que le regaló el expresidente Aznar incluyéndolo en nómina con una nada desdeñable cifra de 200.000 euros. Otros políticos premiados, de todos los colores: Ángel Acebes, Ángeles Amador, Josep Borrell, Marcelino Oreja-hijo€ hasta totalizar cincuenta. ¿Entienden por qué las eléctricas son como ese caballo desbocado a quien nadie osa acercarse para ponerle una brida?