Vivimos tiempos de inquietudes y sospechas. Son muchos los que sienten las amenazas de conjuras sistémicas y oligárquicas que, por lo que parece, minan con invisible eficacia nuestras libertades. El sistema financiero global y sus secuaces mediáticos locales ponen y quitan a nuestros líderes y representantes a los que someten con dádivas y sillones. Las instituciones y los poderes del Estado están infiltrados para nuestro perjuicio y sometimiento silencioso.

Muchos de nuestros conciudadanos viven en la certeza de que una maraña conspiratoria trenza pegajosas hebras que nos paralizan narcotizados. Y piensan, y lo dicen, que no verlo es, en el mejor de los casos, formar parte pasiva de la conjura con la idiotez cómplice de las víctimas.

Así que es necesaria una revuelta cívica, y si fuera necesaria una revolución en toda regla: hay que luchar para reconquistar la libertad y la prosperidad que nos arrebatan y hay que hacerlo, más que nos pese, contra los otros, contra los autores infames que nos obligan a odiarlos, tal y como nosotros esperamos obligarles a que nos odien. El odio de los oligarcas honra a los revolucionarios, y el daño injusto padecido se satisface en el daño justificado: en los ricos, en los poderosos, en los guardianes de su orden, en los indiferentes a nuestro dolor y en los que, sin más, no sufren y eso mismo les inculpa.

Así discurren toda suerte de ideologías de la liberación, incluidas algunas teologías, a las que, vaya por delante, no les faltan hechos verificables para sus argumentos. Pero que, a mi juicio, y a pesar de todo, yerran en lo sustancial: la amenaza más constante y decisiva contra la propia felicidad es, desafortunadamente, uno mismo, y casi podría añadirse que, con frecuencia, seguido muy de cerca cuando no superado por aquellos a los que más se ama. Y forma parte muy principal del propio fracaso la incapacidad para asumir esta ruinosa condición humana, y para plantar batalla allí dentro donde uno mismo es el enemigo, aunque sea sin dejar de ver fuera los impedimentos que, ciertamente, no pocas veces surgen de intereses inconfesables y hasta confabulados.

Sin duda que la ética desdeñosa de la política se ausenta de la vida en común, y es, por así decir, poco ética la que desoye los deberes de la solidaridad y la justicia, incluso aquellos que justifican una defensa airada. Pero es necesario no dejarse engañar al respecto: ningún enemigo va a socavar nuestras expectativas de ser felices, y ninguno posee un poder tan devastador sobre lo que somos, como uno mismo. Reducir la ética a la política es una forma de escamotear el problema realmente decisivo: nadie hace más por la ruina ajena, ni la procura tan constante e infatigablemente como cada cual por la suya propia; y nadie tiene el poder de consumarla como uno mismo.

Con frecuencia, la identificación de la ética con la política es una autotrampa para escapar de uno mismo. Además, politizando la moral es fácil incluirse entre los buenos y disfrutar de la camaradería en la lucha contra el mal. Incluso cabe experimentar la propia disculpa mediante la culpabilización ajena. Y es que las estructuras psíquicas de la personalidad están atravesadas de una pulsión de inocencia victimista que transforma todo sufrimiento y desventura en rencor acusatorio y avidez justiciera. Desde ahí la felicidad aparece como lo que será posible una vez que la política y el activismo derribe los obstáculos, incluidas las personas que han convertido su buena fortuna en ideología de la indiferencia ante el padecimiento ajeno.

La política se convierte entonces en el metabolismo que extrae del resentimiento de las víctimas la energía para la transformación social, incluso mediante la violencia, si fuera necesario. El historiador Lewis Mumford asegura que Engels se oponía a las mejoras en las condiciones de las viviendas de aquellos cuyo sufrimiento debía colmarse hasta dar lugar a la revolución. Ciertamente, nada de lo anterior niega el escándalo de las infames condiciones que multitudes de hombres y mujeres padecieron entre penalidades sin fin, ni disminuye el deber imperativo de su transformación. Pero advierte acerca del envilecimiento interior del filibustero de la compasión que surfea la indignación de la gente para conquistar la felicidad para todos, y, entre tanto, el poder para uno mismo.

Por malsonante que resulte en el concierto de mantras dominantes, la realidad es, me parece a mí, que no pocos de los progresos sociales que necesitamos están menos pendientes de la galvanización política del sufrimiento, que de la promoción social de la abnegación y de la capacidad personal de asimilar las contrariedades y las privaciones. Por ejemplo: el asesinato de mujeres a manos de sus parejas o exparejas no lo causa ninguna ideología de la supremacía masculina, sino la incapacidad personal para tolerar la frustración de los deseos y sobrellevar los reveses pasionales. Y esa incapacidad tiene mucho más que ver con concepciones hedonistas y mórbidas del deseo y de la sexualidad que con patrones socioculturales de un patriarcalismo insidioso.

Y otro tanto ocurre con la corrupción que no se deja explicar ni comprender desde ningún patrón ideológico, sino desde la elemental falta de capacidad para moderar el deseo personal de enriquecimiento; o con el acoso infantil que pone a la vista morfologías patológicas de la afectividad y no secuaces infiltraciones ideológicas; o con la calidad de nuestro sistema educativo, menos falto de recursos que despojado del elemental hábito social del autodominio que dejaría reconocer el ascendiente que necesitan los profesores para poder enseñar.

No son las coacciones opresivas de los poderosos, sino nuestra incapacidad social para valorar y promover la disciplina, aunque sea en la forma elemental que requiere la labor educativa de los maestros, lo que promueve las patologías del deseo de las que surgen buena parte de nuestras dificultades sociales.

Así que, ciertamente, hay una revolución pendiente: la del entrenamiento en la privación voluntaria y la consiguiente capacidad para tolerar y sobrellevar la frustración de nuestros deseos, asociada a la promoción social del esfuerzo y la abnegación como experiencia inevitable para la consolidación del carácter, y de un sentido cívico de la ciudadanía. Nada de lo cual impedirá perseguir con afán sociedades más justas e inclusivas, sino más bien todo lo contrario, pues promoverá individuos capaces de moderar sin rencor sus satisfacciones en atención a las necesidades y derechos ajenos que, inevitablemente, supondrán también privaciones propias, porque el cielo todavía no nos queda a la mano.