Si pensamos en la patria como concepto que nos alberga, nos enseña y nos consuela en su recuerdo y, además, si patria fuese un paisaje, tal vez el profesor don Antonio Machado ya nos dejó escrita una certificación de la suya, que también valdría para nosotros: «Estos días azules, y este sol de la infancia». Este verso ya ha pasado a la historia como el último del autor, hallado en un bolsillo de su gabán, entre otras anotaciones, unos días después de su fallecimiento en Colliure. Éste podría ser el recuerdo que ensoñaba Machado cuando casi desnudo, como los hijos de la mar, enfermo y cansado, pasaba sus últimos días en el exilio y en la vida. Y recordó el azul de Sevilla, que era también de aquel patio de su poesía, y a su luz.

Y si esto fuese así ya estaría casi todo dicho, pero no es sólo la patria un recuerdo tan hermoso, sino que cada uno, cada uno de nosotros, obtiene de su pasado el verdadero sentido de su patria, de donde procede, la calle donde nació, el día lleno de gozo, la familia, los primeros amigos, los juegos de la calle, el alumbramiento del primer amor, la primera niña, la novia.

Y si juntamos el concepto tan conocido de la patria es la infancia y le sumamos esos días azules y el sol, así, percibido con todo su esplendor, estaremos, posiblemente llenando el vacío que nos dejaron cuando desde niños nos hablaban de una España hueca, la de unos frente a otros, a la que nosotros no podíamos pertenecer porque no llevábamos camisa azul, ni pistola ni siquiera unas buenas botas para caminar por las calles de nuestro pueblo.

Decía Rainer Maria Rilke, quien se ocupó de aquella filosofía de la vida que supo entender y vivir: «Sólo quien no excluya nada de su existencia, ni lo que sea enigmático y misterioso, logrará sentir hondamente sus relaciones con otro ser como algo vivo, y sólo él estará en condiciones de apurar por sí mismo su propia vida». Sentidamente hermoso ese final certero: «Apurar por sí mismo la propia vida», no dejar nada fuera de lo que merece vivirse y creyendo además que hay que vivirlo apurándolo, como se consumen las cosas amadas, verdaderamente unidas a nuestras emociones.

Mas si a ello le sumamos la frase más definitiva del mismo Rilke («La única patria que tiene el hombre es su infancia») el resultado es el de quedar inmersos en un pasado de familia y niños que van a la escuela juntos y por la tarde juegan en la placeta. Y a esto le llamamos patria, porque es donde nacimos y donde tenemos nuestros primeros albores, ya que la otra, la patria que nos querían imponer con himnos, banderas y músicas militares, nunca nos supo levantar, como diría Pachi Andión.

Pero cada pueblo, cada país y cada colectividad han sumado a la idea de patria su propia sabiduría histórica, es decir, su conocimiento vivo de una realidad que se ha ido conformando de acuerdo con ideas y con respuestas que ha ido sumando la historia. Tan es así que encontramos pueblos que tienen un sentido de patria más cercano a la lucha que tuvieron que mantener contra los opresores que la propia grandeza de esa infancia, en el sentido que apenas si pudieron jugar cando eran de una niñez de esclavitud y de pobreza terrible. Levantar ese dolor y creer en la victoria final, a la que llegaron con una lucha sin cesar hasta el último día, era su patria. Era la patria de la idea, de la revolución dentro de un hueso, dentro de un pueblo que quería despertar liberadas sus cadenas y en un delante de convicciones más que de amores y sueños infantiles. Peto dodo vale, todo en la vida si el destino lo hemos dedicado a apurarla, como decía Rilke.

Y si, además, es ese nuevo despertar nuestra patria, y es la misma que la infancia y que el azul de una mañana soleada de la forma en que lo hacía Machado, si ello se une en ese albergue de emociones seguras, estaremos en el camino de vivir la realidad de un sueño que nunca acaba, sino que se repite en la alegría de quienes convivieron con nosotros los años que han pasado y los que puedan quedar dejándonos nuevos rostros de poesía en el camino recorrido.