Con el noble deseo de tocar las narices es como me dispongo a escribir estas líneas que algunos de ustedes tal vez lean. Les supongo al corriente de la práctica tan recurrente en estos últimos tiempos de cambiarle el nombre a las calles por aquello de retirar del callejero a todos aquellos que tuvieron algo que ver ya con el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, ya con el bando franquista durante la Guerra Civil, ya con los cuarenta años posteriores de dictadura. Muchos ayuntamientos con gobiernos formados por la coalición de PSOE, Podemos y distintos partidos independentistas, nacionalistas y regionalistas han promovido y promueven estas modificaciones urbanas. Generalmente con la oposición o, cuando menos, con el morro torcido del PP.

A mí, como idea, me parece bien. Eso de que tu calle lleve el nombre de un señor cuya mayor aportación a la sociedad fue fumigarse a varios miles de paisanos no resulta muy edificante. Me imagino viviendo en una calle llamada, pongamos por caso, Juan Yagüe, un militar con unas muy notables capacidades bélicas, con unas gónadas sexuales de proporciones inverosímiles, pero que recibía el cariñoso apodo del carnicero de Badajoz por los estragos que bajo su mando allí se hicieron. Han de reconocerme que explicarle a tu hijo que tu calle se llama como se llama porque el homenajeado tiene ese currículum es duro. Al menos, para todo aquel al que no le acabe de gustar vivir en una calle con el nombre de un tipo apodado el carnicero.

Pero, si bien la idea, en principio, puede ser buena, el resultado, como suele pasar en estos casos, ya es otro cantar. En primer lugar, porque la Historia de España ha llenado nuestro callejero de señores que, objetivamente, eran unas malas bestias que pasaron a dicha Historia por escabechinar a ciento y la madre. Desde los reyes, a los conquistadores, y muchos presidentes del XIX que llegaron a tales por ser militares. Y aquí hay para todos, no sólo es cuestión de centralismo españolista. Porque digo yo que en Cataluña habrá calles en honor de Roger de Flor, líder de los Almogávares, una tropa que haría que Atila y los hunos se hicieran pipi en las calzas. O en el País Vasco las habrá dedicadas a Legazpi, cuya llegada a las actuales Filipinas seguro que no les acabó de hacer mucha gracia a los indígenas de finales del XVI. Lo malo de ponerle nombre de gente a las calles es que después cambia la ética y la moral social y el que antaño fue un héroe ahora es un salvaje.

En segundo lugar, la buena idea se convierte en un despropósito cuando, como tristemente sucede no pocas veces, los encargados de cambiarle el nombre a las calles hacen el cambio desde el resentimiento y el deseo de revancha o, lo que es peor, desde la más supina ignorancia. Y es así como se elimina una plaza dedicada a Calvo Sotelo por ser este señor franquista. Lo cual demuestra la presciencia del ínclito, pues a Calvo Sotelo lo mataron cinco días antes de que Franco se tirara al monte.

Para evitar todos estos inconvenientes y que no haya que cambiarle el nombre a las calles cada dos por tres para adecuarlos a los cambiantes gustos del rebaño político propongo una solución radical: poner a todas las calles, avenidas, plazas y rotondas de España el mismo nombre. ¿Por qué no Francisco Franco? También podría ser Durruti. Me da igual. Pero el mismo. La cosa podría consistir en hacer placas que en un lado todas pusieran Franco y en el otro todas Durruti. Gana la derecha, pues ponemos el lado Franco. La izquierda, lado Durruti. Y así nos ahorramos el ir y venir de quitar placas, poner placas, buscar nombres de gente nueva, descubrir que algunos de los nuevos son unos piernas, que algunos de los viejos no eran tan malos y todas esas molestias inevitables de jugar con el callejero de este pobre país que, de momento, aún se llama España.

Evidentemente, mi solución acarrearía también inconvenientes. Hola, buenas, vamos a la calle Francisco Franco esquina Francisco Franco. ¿A qué altura? Preguntaría el taxista. Altura cruce con Francisco Franco. Respondería el pasajero. Puede ser complicado orientarse, es cierto. Pero al final todo es ponerle buena voluntad. Podría distinguirse un Franco del otro por la entonación, la pronunciación, por si se levanta el brazo o se escupe al decirlo? Todo es ponerse y las soluciones aparecen. Imaginen esa sede del PC ubicada en la calle Francisco Franco. O esa Calle Génova rebautizada como Calle Durruti. Tal vez algunas profesiones como la de taxista o la de cartero se volverían un infierno, no lo niego, pero, ¿y lo que nos íbamos a reír?

En el fondo, es la misma historia de siempre. Los unos o los otros pero todos son españoles y ser español, entre otras cosas, consiste en no ser capaz, ni por asomo, de ponerte de acuerdo con los de la acera de enfrente ni para tomar un café. Gano yo, tú a la papelera. Ganas tú, yo a la papelera.

Lo de las calles es una anécdota tonta pero muy ilustrativa de cómo algo perfectamente lógico y civilizado como es retirarle calles y honores a tiranos y asesinos acaba convirtiéndose en un despelote sin orden ni concierto porque aquellos llamados a organizar la maniobra o bien tienen menos papeles que una liebre, o bien no tienen el menor interés en llegar a acuerdos transversales (padres de la democracia), o bien ni lo uno ni lo otro. Y así van pasando los días y lo único que nos queda es la melancolía.

Al final, asumes con desesperanzada frustración que tu país y sus gentes son como esa familia que no puedes evitar amar con todo tu corazón, pero que sabes que si no llevaran tu sangre no los querrías ver ni en pintura. Panda de anacolutos.