Justo ahora, cuando tras la Cumbre de París sobre el cambio climático parecía que había un acuerdo unánime sobre la importancia de enfrentar a escala planetaria el calentamiento global, la anomalía histórica del ingreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos presagia malos tiempos para el medio ambiente.

Quizás sea una más de las cosas vomitivas que el nuevo inquilino de la Casa Blanca hace en sus primeros días de mandato para ganar credibilidad en relación a sus anteriores promesas electorales. No lo sé. Pero el caso es que tres días después de jurar el cargo había aprobado dos nuevos macrooleoductos paralizados por la anterior Administración, ha anunciado la reducción de los requisitos medioambientales para las fábricas de coches y otras industrias en su país y ha nombrado como responsable de la agencia federal de Medio Ambiente a un conocido 'climaescéptico' que ha perjurado ampliamente de los acuerdos para la reducción de los gases de efecto invernadero.

El problema real no es que en un país específico, por importante que sea, se instale un Gobierno que no crea o deje de creer. En el caso del Gobierno americano esto será, esperemos, confiemos, roguemos, algo temporal. El verdadero problema estriba en que estas cosas lanzan el mensaje de que las cuestiones del medio ambiente son un asunto más en el que se puede decidir alegremente en función de la ideología que coyunturalmente entre en el Gobierno. Como si fuera decidir si dedicar un museo al arte contemporáneo o al arte sacro, o como se podría optar en política por favorecer las pensiones públicas o las privadas. Y aunque, sobre todo esta última, cualquier decisión tiene un carácter estratégico, los aspectos que atañen al medio ambiente simplemente definen cómo va a ser la calidad de vida e incluso las capacidades productivas en el mundo que nos espera por muchas y muchas generaciones.

Algunos mercados poco sensibles, entre los que el petrolero es el principal, ciertos agentes económicos dedicados exclusivamente al beneficio propio e inmediato, y un pequeño pero a partir de ahora influyente grupo de empresarios y pseudocientíficos encontrarán en la nueva actitud 'climoescéptica' del Gobierno americano la palanca perfecta para intentar a escala global desacreditar y paralizar los avances de la política ambiental en el planeta. Suicida, desde luego. ¿Pero quién dijo que para satisfacer los intereses particulares sea imprescindible velar por el interés común?. Más bien para algunos supone un escollo que remover hacia el objetivo de seguir forrándose. Con el presidente Trump lo tienen más fácil.

Aunque también son malos tiempos para Europa, 'brexit' y populistas mediante, lo único que queda durante este tiempo de presidencia americana es confiar en la capacidad europea para suponer un cierto contrapeso de sensatez y sentido común por el bien de todos. La Europa vieja tiene que salir al rescate, Y también renovar y reforzar la presión científica y social para que los avances en el medio ambiente no se queden en agua de borrajas. Quizás para ambas cosas sea mucho confiar, pero confiemos.