Imagine a una mujer de mediana edad. Como usted, como su hija, como su nieta, como esa chica que tiene al lado mientras lee estas líneas. Una mujer con ideales, valiente, comprometida con su causa. De esas que hacen a uno empequeñecerse sólo con pensar en su fuerza. Imagine que esa mujer tuviera que luchar contra el poder que oprime su libertad (como ocurre en la actualidad en numerosos países de este mundo) hasta que la situación se dicotomizara entre huir o morir. Y que ella lo hiciera. Imagine que, para poder seguir luchando, con su familia o sin ella, decidiera cruzar mares y océanos hasta llegar a la tierra de las libertades, esa que siempre le habían dicho que respetaría su credo y su modo de vida, que le daría tantas oportunidades como sueños tuviera. Esa que había ayudado a sus antepasados a prosperar y a huir de los infiernos dándole la oportunidad de construirse su propio cielo. Porque en ese lugar, en la tierra de la libertad prometida, lo bueno era que cada uno podía prosperar en relación a su capacidad personal innata, con independencia del Gobierno, de su género, de su raza, de su procedencia. Era lo que hacía grande a ese lugar que usted y yo anhelábamos como ejemplo al que debía seguir nuestro país.

Imagine ahora que ese futuro de proyectos de la mujer de la que hablábamos, construidos sobre la base de una ambición que se limitaba a trabajar en ejercicio de una libertad individual arrebatada por aquellos a los que el resto del mundo condenamos, se truncara porque, de todas las letras del abecedario posibles, en su pasaporte estuviera justo una de las que no tocaba. Presunta terrorista. Aprovechada. Ella, que había luchado por la libertad y la seguridad de los que estaban al otro lado de la frontera con más ahínco y riesgo que cualquiera de los burócratas que ahora le señalaba.

Estados Unidos ha sido siempre la tierra de la libertad y las oportunidades. No hace falta más que turistear por la zona financiera de Manhattan para ver altos ejecutivos de todas las razas, orientaciones o creencias. Incluso mejor que eso, en cualquier pueblo de la recóndita Alabama o de la profunda Arkansas hay desde concejales hasta sheriffs, trabajadores o empresarios de tantas nacionalidades como se compone el globo. Precisamente por eso la economía, la calidad democrática y las oportunidades de innovación de Norteamérica no tienen parangón alguno en el mundo.

Como podrá usted imaginar, los ciudadanos estadounidenses no nacen con unas capacidades innatas superiores a las nuestras. La diferencia de su competitividad radica en que han sabido convertirse en el paradigma del éxito mundial: cualquier profesión en cualquier ámbito está más y mejor desarrollada ahí precisamente porque los mejores trabajadores del planeta eligen EE UU como lugar de residencia y desarrollo profesional, y por ello el culmen de casi la totalidad de carreras laborales pasa por ejercer en su territorio. Los artistas europeos anhelan California porque los mejores actores ejercen en Hollywood, los médicos quieren ir a Houston porque la innovación se desarrolla en Texas, los financieros porque desde Wall Street se mueve el mundo, los periodistas porque Washington es el epicentro del origen de la política mundial. Lo que hace a América grande es que esa relación de aprovechamiento entre los inmigrantes y las oportunidades es casi tan productiva en ese sentido como en el contrario (¿qué sería de Hollywood sin los actores latinos, de Silicon Valley sin los ingenieros asiáticos, o de los hospitales sin los médicos europeos?).

Esta situación es equivalente en el ámbito de las libertades individuales. Estados Unidos ha sido el ejemplo más claro de cómo la separación de poderes asegura el mantenimiento de los derechos más esenciales del ciudadano, o cómo el sistema electoral asegura la rendición de cuentas e, incluso, de los peligros de dotar de fuerza autoritaria el mandato presidencial.

Norteamérica ha sido ejemplo de prosperidad y libertad, y los liberales nos profesamos con orgullo americanistas porque ejemplifican todo aquello en lo que creemos. Tal vez por esa admiración siempre nos hemos sentido más próximos al Partido Republicano, que pretende mantener la esencia auténtica e innovadora de la nación, más que del Partido Demócrata, que cada vez más quiere europeizar ('socialdemocratizar', si me permite la expresión) la tierra de las oportunidades para convertirla en la tierra de las subvenciones burocratizadas.

En ese contexto, que era el que habíamos tenido durante tantísimos años, el tablero ha cambiado. Un presidente republicano ha acabado (de manera temporal, pero injustificable aún así) con el principio liberal por excelencia, que es la libertad individual de los ciudadanos por motivos ajenos a su voluntad o comportamiento. Es cierto que hay argumentos de liberales tales como Ayn Rand a favor de priorizar la seguridad colectiva frente a la libertad individual, pero el lugar de procedencia de un ser humano nunca puede suponer per se un motivo de discriminación, tal y como ha ordenado Trump. Y más aún cuando se es consciente de que aquellos que huyen de la masacre lo hacen porque creen en los mismos valores que nosotros, los americanófilos, admiramos con fervor cuasi religioso. Y los que no creen en él, que son minoría, lo hacen con independencia de su lugar de origen, que es el motivo de discriminación aquí.

Llevo viendo semanas a autoproclamados liberales defendiendo que se discrimine a los iraquíes por el mero hecho de serlo, con independencia de si son médicos que han salvado a millones de americanos, estudiantes de la Ivy League o camareros de Starbucks en Nebraska. Presuponer que un ser humano es un terrorista por haber nacido en un lugar del globo nos convierte en cómplices del discurso retrógrado ultranacionalista que nada tiene que ver con los valores que profesamos.

Le pedía al principio del artículo que se imaginara a una mujer que se ve obligada a emigrar por culpa de un Gobierno opresor que le ofrece la alternativa de claudicar o perder su libertad y, por ende, su vida. Hace unos meses EE UU era el ejemplo de nación que otorgaba una oportunidad a todo aquel que quisiera trabajar por conseguirla. Hoy, por culpa de Trump, si esa mujer viniera de Oriente Medio no podría esforzarse por hacer de América el gran país que sus antepasados están haciendo que sea. Desde hace unas semanas, por culpa de Obama, si esa mujer viniera de Cuba sería deportada por primera vez en décadas.

América siempre había sido grande hasta que el liberalismo, componente principal de su grandeza, se ha convertido en un obstáculo político para las últimas Administraciones. Al menos, por esa mujer del principio, se llame Faten o María, por culpa de Trump u Obama, que jamás digan que lo hicieron en nuestro nombre.