Venga, voy a empezar este texto soltando un par de obviedades. La primera es que sin cultura no hay ciudad («solución habitacional colectiva», tal vez; «centro de producción y consumo», puede, pero no ciudad). Va la segunda: que, parafraseando a mi amigo Alberto, una comunidad que se dota de un museo es una comunidad con amor propio, que cree en sí misma y que se respeta. Una tercera de propina, que resulta de sumar la uno y la dos: todas las ciudades dignas de tal nombre cuidan de sus museos como de uno de sus mejores escaparates. Y ya paro, que parezco un libro de texto de primaria.

Repetir cosas de cajón me sirve para tomar carrerilla y decir las que aún no lo son, pero deberían serlo. Estos días ha saltado a los medios la noticia de que el Museo Ramón Gaya, de Murcia, corre serio peligro de tener que cerrar sus puertas, ante el fin de la contrata y el limbo jurídico en que se encuentra su personal. Y ha cundido, creo que para bien, la alarma. Estos días se están celebrando negociaciones a contrarreloj para evitar el cierre, y hasta puede que cuando estas líneas vean la luz (el contrato vence justo hoy) ya se haya alcanzado un acuerdo de emergencia. Ojalá. Pero me gustaría darle un momento al pause, si me permitís, y aprovechar que el asunto está en un raro momento de visibilidad para profundizar en sus causas. La otra opción sería despacharlo cuanto antes con un bochornoso 'un lío burocrático', como titulaba La Verdad el pasado miércoles, pero prefiero meter el dedico, porque hay miga. Mucha. Como denuncian un grupo de trabajadores de los espacios culturales municipales (Museos de la Ciudad, la Ciencia y el Agua, de los Molinos del Río, Centro Puertas de Castilla y centros de visitantes de Monteagudo y de la Muralla), ese 'lío burocrático' afecta a la inmensa mayoría de trabajadores de la cultura a cargo del Ayuntamiento y se traduce en terribles 'McEmpleos', con unas condiciones de precariedad extrema, tanto en cuanto a lo salarial como en la temporalidad, la discontinuidad y la inseguridad de los contratos, siempre por obra y servicio, a través de empresas interpuestas.

Me gustaría animar desde aquí a cualquier eventual lector a seguir el espacio de Elena Vozmediano en El Cultural de El Mundo. Vozmediano, una de las mejores conocedoras del largo proceso de privatización y externalización en el campo de la gestión cultural pública, presenta un panorama tan oscuro como claro, si me permitís el oxímoron: la cultura ha sido desde mediados de los 90 el conejillo de Indias del laboratorio neoliberal de desmontaje de los servicios públicos, y veinte años más tarde las condiciones laborales del sector (que sigue incorporando a profesionales con una preparación estratosférica) ejemplifican el infraempleo, con condiciones que bordean , y en ocasiones transitan, la mera ilegalidad. Hitos en este aberrante proceso político y legal hay muchos, pero siguiendo a Vozmediano me quedo con dos: la Ley 35/2010, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo, que levantó las últimas limitaciones que impedían a las Administraciones recurrir a ETTs, y las Instrucciones sobre buenas prácticas para la gestión de las contrataciones de servicios y encomiendas de gestión a fin de evitar incurrir en supuestos de cesión ilegal de trabajadores, ya con el sello de Montoro, que instruyen a Ayuntamientos y Comunidades autónomas nada menos que a sortear el delito de cesión ilegal, tipificado en el artículo 43.2 del Estatuto de los Trabajadores.

Suele aparecer, cuando se abordan estos temas, alguna que otra voz cuñada que alega que la subcontratación abarata estos servicios. Reconozco que me alegro de que esto ocurra, porque me da pie para contestar que lo único que se abarata aquí es la vida de los trabajadores culturales, ya que la Administración paga por ellos lo que podrían ser salarios dignos, y el margen se lo embolsan estas empresas interpuestas (algunas tan mastodónticas como Eulen o Manpower) cuya única y suculenta función en todo el perverso sistema es desproteger a quien realiza el trabajo.

De modo que no, no aceptamos 'lío burocrático'. Ni como animal de compañía.