No se trata de invocar la actualización de la Campana de Huesca, pero tampoco de creer que una asamblea de presidentes, de condes del siglo XXI, puede suponer solución alguna para los asuntos de una España cada día más endeudada, más desigual, más desunida y, sobre todo, más cretina, hasta el empacho ya insoportable a que nos tienen sometidos los nacionalistas. Recordemos que en la Campana de Huesca se relata la decisión del rey aragonés Ramiro II (antes de incorporar los condados catalanes al reino a través de una alianza matrimonial, y no al revés, como cuentan hoy en una más de sus ineptas mentiras los separatistas catalanes) de reunir a todos sus nobles, especialmente levantiscos en aquellos días, y cortarles la cabeza bajo la especie de que iba a enseñarles una campana tan grande que se escucharía en todo el reino. Parece, sin duda, un método demasiado contundente de apaciguar a los señores, y además no creo tampoco que la solución de España fuera, llana y simplemente, la desaparición de las Comunidades autónomas. Con que desaparecieran sólo dos, problema resuelto.

Ellos, sin embargo, nacionalistas vascos y catalanes, lo que piden, cada día con menos rubor, es que desaparezcamos todos los demás. Lo que no toleran es la igualdad que la Constitución estableció en la práctica, pues, aunque por caminos distintos, la meta en teoría era la misma: todas las comunidades tendrían similares competencias, lo que articularía un Estado federal de hecho. Ya sabemos que no es así, que vascos y navarros gozan de privilegios fiscales intolerables y medievales (el último: los intereses de las compensaciones por las cláusulas suelo, aquí serán objeto de declaración a Hacienda y pago, y allí, gratis); y que los catalanes tienen policía propia, televisiones, embajadas, y han construido, con la complicidad del Estado y del Tribunal Constitucional, sobre todo en las leyes lingüísticas, un sistema de competencias diferenciado que, además, les pagamos entre todos.

Por eso, resulta absolutamente incomprensible, y da idea del despiste ideológico de nuestra penosa izquierda (cuanto más a la izquierda, más penosa: acaba de venir Errejón, y este es el listo, a decir que Podemos es un partido ´plurinacional´, como la Coca-Cola. ¿A qué nación perteneceremos nosotros, según estas lumbreras? ¿A la Pepsi?), y ahora ya de la derecha, escuchar a nuestros politiquillos hablar de federalismo, cuando lo último que quieren los nacionalistas es el federalismo, que es igualitario. Lo que persiguen no es más que la diferencia, el privilegio, como si contar con otra lengua, además del español, tuviera que dar lugar a quedarse con los impuestos, sentarse en otra mesa, para no mezclarse con la plebe, y, encima, tener derecho de veto en lo que nos afecta a todos.

La conferencia de presidentes la instituyó Zapatero para ilustrar su vocación de emperador: allí él, rodeado, imperator sobre todas sus naciones. Zascandileando junto a Sissí, atrayendo a los húngaros y a los serbios al amor de los valses flamencos. La conferencia podría resultar útil si a ella acudieran los condes a resolver los problemas de España, a ver cómo podemos salir de la situación en que nos encontramos antes de que la deuda nos alcance. Pero a lo que van todos es a conseguir de la superioridad permiso para endeudarse más, que es el único modo de seguir en el poder, apoyados por una inteligente oposición que quiere gastar todavía más que los gobernantes. Y por eso, unos y otros, envían a los recaudadores a saquear al pueblo. Parece Robin Hood, pero es España.

La solución no llegará, y por tanto no llegará nunca, hasta que cada uno de los presidentes piense más en España que en su rincón. Hasta que todos se den cuenta y lo transmitan a los españoles que les han tocado, que la única salida para cada fragmento es que la totalidad vaya bien. Que el agua, los trenes y las carreteras lleguen a todas partes. Que se recuperen, si no las competencias completas, si los cuerpos nacionales de profesores, médicos, policías o administradores. Que pueda uno curarse donde le dé la gana sin tener que empadronarse previamente en ese lugar. Que haya movilidad real, sin impedimentos lingüísticos que sólo encubren el deseo de cerrar algunos territorios a la llegada de otros españoles. Que se pueda abrir un comercio en la lengua que te parezca más adecuada para tu negocio en cualquier región de España.

En fin, las cosas elementales para las que las naciones se articularon en estados, y sin las cuales, en efecto, hasta puede que sea mejor vivir solos que mal acompañados. Y en cualquier caso, que a nadie le quepa duda, ni siquiera a la carcundia social-nacionalista de la que estamos tan hartos: cuando nos vayamos a tomar por saco, lo haremos todos, juntos. En el infierno de la ruina, sépanlo, no hay hecho diferencial.